LOS QUE SE RELACIONAN CON LOS EXCOMULGADOS SIN AUTORIZACIÓN
(RB 26)
Este brevísimo capítulo de no más de tres líneas refuerza la seriedad del castigo de la excomunión: Si algún hermano, sin orden del abad, se permite relacionarse de cualquier manera con otro hermano excomulgado, hablando con él o enviándole algún recado, se le impondrá el mismo castigo de la excomunión. Los remedios son para que produzcan sus efectos terapéuticos. Un tratamiento mal empleado puede producir un daño mayor. Para asegurarse que la corrección que se impone pueda producir su efecto adecuado aplicándose realmente, la Regla manda que si alguien lo infringe dejándose llevar por una torpe compasión o por la amistad, caerá en la misma pena de la excomunión. A pesar de su brevedad, este capítulo de la Regla nos presenta una realidad bastante común: el mundo de nuestros sentimientos frente a la corrección, unas veces deseada y otras, excusada.
Nuestros sentimientos y emociones nos llevan y nos traen con harta facilidad y no siempre nos dejan la lucidez necesaria para actuar. Si un hermano hace algo mal, pero sobre todo si hace algo que me molesta, brotan en mí sentimientos de violencia, enfado, deseo de doblegarle, y quizá también una cierta envidia o incluso enfado contra el superior si no actúa como creo se debe actuar, quedando todo ello bajo el justificado cobijo de una necesaria corrección. A veces, incluso, puede ser que lo que me molesta es que yo he renunciado a hacer determinada cosa y veo que el hermano sí la hace, con lo que me estoy enfadando con él y conmigo mismo, quedando de manifiesto que la razón última de mi renuncia no había sido tan gratuita ni había partido de un convencimiento auténtico. La actitud más o menos altanera del hermano o más o menos victimista, también influirá en mi reacción. Y si se le corrige con firmeza, igualmente pueden brotar sentimientos diversos de satisfacción o de compasión, todo dependerá de quién sea, cómo le veo, cómo se encuentre en relación con los demás y mis propios sentimientos. Si, por ejemplo, vemos que llora, nos conmovemos; si vemos que otro hermano se jacta de su humillante situación, nos desconcertamos; etc. Nuestros sentimientos vienen y van de forma un tanto alocada y no nos dejan ver la raíz del problema, que no puede ser otro que buscar el bien del hermano, tomando cierta distancia de nuestros sentimientos. Darme cuenta que mis sentimientos no tienen nada que ver con su propio bien, es algo importante. Darme cuenta que la actitud de los demás, aunque sea negativa, no afecta al proceso interno del hermano corregido y tampoco me debe influir a mí, también es bueno tenerlo en cuenta. No nos debemos dejar mover por nuestros enfados, deseos de venganza o pretensión de imponernos en nuestra corrección, pero tampoco debe guiarnos exclusivamente el sentimiento de compasión. Lo importante es procurar el bien de los hermanos, sabiendo que no siempre coincide con evitarles todo dolor.
Para poder avanzar en verdad no sólo debemos hacer eso, sino que nosotros mismos, cuando somos corregidos, hemos de evitar caer en tretas de sobra conocidas que buscan doblegar emocionalmente al que corrige o a la comunidad: unas veces haciéndonos las víctimas, otras intentando hacer sentir culpabilidad o ira, otras haciendo amagos de romper la vasija, etc. Al final, nada de eso nos ayudará a avanzar, incluso es fácil que se vuelva en contra de nosotros mismos y un día nos arrepintamos cuando ya no haya remedio. Para el superior y la comunidad debe ser un reto el intentar buscar siempre el bien del hermano, no dejándose llevar por los sentimientos que brotan o se intentan provocar, y actuar al mismo tiempo con la suficiente prudencia, tratando de atinar con el tiempo y el modo oportunos, sin miedo a asumir los necesarios riesgos.
Las actuaciones contradictorias en la corrección la vacían de contenido. Si un padre corrige a un hijo, y la madre por la espalda le da la razón, vacía de contenido la corrección, no sólo anula sus efectos positivos, sino que confirma al hijo en la injusticia que cree estar padeciendo, reforzando una imagen negativa del padre que le llevará a apartarse más de él. Si un maestro de novicios corrige a un novicio y se le acerca otro hermano dándole lo que aquél le privó y diciéndole además: ten paciencia que ese maestro es tal o cual, flaco favor se le hace al novicio, enfrentándole con el maestro. Y lo mismo sucedería con el abad u otros encargados. Es importante que seamos conscientes de la consecuencia de nuestros actos, pues es muy fácil caer en la tentación de buscar reconocimientos personales apareciendo como buenos y comprensivos ante las personas que se sienten frágiles por verse corregidas.
Fijémonos que esto no tiene nada que ver con el necesario consuelo que todos necesitamos en los momentos difíciles, como ya veremos en el próximo capítulo. El abad no sólo no debe buscar humillar, sino que ha de procurar aliviar la carga del hermano corregido, pero siempre buscando su conversión y crecimiento, no otra cosa. Por eso este capítulo no va contra los que consuelan, sino contra los que consuelan dejándose llevar sólo de sus sentimientos y lo hacen de forma autónoma, sin tener en cuenta a aquél que corrige.
Quizá alguno puede decir: “no hay problema, porque hoy no hay castigos, y menos de excomunión”. Ciertamente que hoy no hay castigos como en tiempo de San Benito, y ni siquiera tenemos capítulo de culpas como antaño. Pero no cabe duda que hoy sí se corrige y se llama la atención tanto en privado como en público. Y es en esos momentos cuando brotan nuestros sentimientos. Podemos preguntarnos qué decimos al hermano que viene a desahogarse contándonos lo que le ha dicho el abad y que él considera una injusticia. O qué decimos cuando el abad llama la atención a alguien en medio de la comunidad. ¿No surge el deseo de relativizar, de aparecer como más comedidos, de salir en defensa del hermano que podemos sentir más cercano para sacar a la luz que otros lo hacen más que él, etc.? Debemos estar atentos si deseamos ayudarnos a crecer en verdad. El dolor, e incluso la aparente injusticia que podemos sufrir, no es algo malo en sí mismo si lo sabemos gestionar. Por otro lado, es posible que el abad tenga más conocimiento de causa que lo que nosotros podamos tener. E, incluso, si él mismo se dejase llevar por su hombre viejo, no somos nosotros los que hemos de intervenir en el momento de la corrección, aunque sí se pueda hacer en otros momentos.
Hemos de saber dar la ayuda apropiada a los demás, como adultos que saben que sajar una herida no es malo, aunque haga daño -cosa que un niño no alcanza a comprender-, ni dejamos de tomar una medicina por el hecho de que sepa mal, y mucho menos buscamos en el médico la maldad que le ha llevado a darme cosa de tan mal gusto. Todo tratamiento requiere su tiempo. Entrometerse en el mismo no hace más que entorpecerlo y empeorarlo. Y como hoy nos asustan las intervenciones directas que nos parecen agresivas, al menos no entorpezcamos el tratamiento prolongado desautorizando a quien no debemos desautorizar ni anulando de ninguna forma el efecto de la corrección que se haga.
Por otro lado tampoco debemos caer en la ingenuidad de calificar cualquier mal comportamiento como producto de una deficiencia psíquica o una tara de la infancia, disculpándolo por ello y cayendo en la inoperancia. No basta con decir: estoy enfermo, por lo que carezco de responsabilidad. Si no siempre somos responsables de nuestra enfermedad, que pudiera haber sido heredada genéticamente, sí que la tenemos en buena medida en cómo afrontamos nuestra situación. Siempre hay un nivel de responsabilidad personal y espiritual que todos tenemos, por muy enfermos que nos hallemos o muchos accidentes que hayamos tenido en la vida. Y esa responsabilidad es bueno que se nos pida. Es mayor signo de madurez el equivocarse y asumir la responsabilidad de nuestra equivocación tratando de mejorar, que el no haberse equivocado nunca. El inseguro no toma decisiones por temor a equivocarse y tener que asumir su responsabilidad. Cuando aprendemos a hacerlo en las cosas cotidianas, sabremos hacerlo en las importantes.