LA EXCOMUNIÓN POR FALTAS GRAVES
(RB 25)
En el capítulo anterior de la Regla hemos visto cómo San Benito nos habla de las faltas que merecen la pena de la excomunión de una forma sólo parcial (comedor). En el presente capítulo nos va a hablar de las faltas más graves que requieren una excomunión más radical de la comunidad, apartando al hermano que previamente se ha alejado de la comunión de los demás de una forma más seria. Ya no basta con apartar al culpable de la mesa común, sino que también se le ha de apartar de la oración en comunidad, del trabajo común e, incluso, se prohibirá que nadie entable conversación con él o le haga compañía. Más todavía, San Benito pide que nadie le bendiga ni se bendiga la comida que come. Se le tiene como un enfermo apestado, simbolizando con ello el daño que su actitud puede hacer al conjunto de la comunidad. Nos dice la Regla: El hermano que debe padecer el castigo de una falta grave, será excluido tanto de la mesa como del oratorio. Ninguno de los hermanos se le juntará para ninguna clase de trato ni conversación. Esté solo mientras realiza el trabajo que le mandaren, perseverando en el llanto de penitencia, sabiendo aquella terrible sentencia del Apóstol, que dice: “Este hombre ha sido entregado a la perdición de la carne, para que el espíritu se salve en el día del Señor”. Tomará a solas la cantidad de alimento y a la hora que el abad calcule que le corresponde. Nadie que se encuentre con él le bendiga, ni se bendiga tampoco la comida que le dan.
La actitud de San Benito con la excomunión nos puede parecer cruel, y sin duda lo sería si estuviese motivada por la venganza. Pero no es así cuando se ve la falta como una enfermedad infecciosa que hay que curar. Supongamos que en nuestra comunidad aparece alguien con un grado elevado de tuberculosis u otra enfermedad contagiosa. ¿Nos parece cruel el ponerle en cuarentena? ¿No lo hacemos acaso para proteger a la comunidad y favorecer su recuperación? ¿Por qué no vamos a actuar del mismo modo ante las enfermedades morales que pueden ser contagiosas o muy dañinas para la comunidad? Quizá porque nos falta cierta sensibilidad y decisión. Quizá porque estamos demasiado influenciados por unos determinados patrones culturales especialmente sensibles ante la independencia personal, por un cierto individualismo que no siempre tiene presente al grupo, por un pluralismo que a veces desemboca en relativismo o por una acogida de todo que puede quedar en simple tolerancia sin compromiso frente al grupo.
Pero para San Benito el monasterio es una escuela, no una residencia. A la residencia se va a estar hasta que uno muere. A la escuela se viene a aprender y a crecer. Todos sabemos que el aprendizaje conlleva esfuerzo, sufrimiento, negaciones y también corrección, pues malos son los maestros que no corrigen y orientan. Todo ello son medios encaminados al fin perseguido. En la residencia no hay otro fin que el pasar el resto de los días lo mejor posible, con todas las necesidades cubiertas. La escuela monástica nos debe enseñar a conocernos y crecer personalmente en las relaciones fraternas y en una experiencia de Dios que sea el eje de nuestras vidas, lo que determina nuestros actos y lo que nos va transformando según el evangelio de Jesús de Nazaret. Una escuela a la que no somos llevados a la fuerza como niños pequeños, pero en la que tampoco podemos mantenemos como alumnos vagos que sólo van a clase para calentar el asiento. Cierto que hoy día no hay peligro de venir a esta escuela a la fuerza, pero sí lo hay, y grande, de permanecer en ella habiendo perdido el amor primero.
No podemos dejarnos engañar con verdades que, siendo tales, carecen de la riqueza que nos da la buena nueva de Jesús. Buscar la felicidad, el amor, la paz, el bienestar, son todo cosas buenas, pero para nosotros sólo tienen sentido pleno si esa felicidad, amor, paz o bienestar lo buscamos desde el Reino, desde el mensaje de Jesús que nos dice que para encontrarlo plenamente hemos de dar la vida, desde el mismo ejemplo de Jesús que nos indica que el camino de la resurrección y del amor pasa un amor entregado hasta el extremo. Nadie nos puede impedir hacer ese camino salvo nosotros mismos. Pensar que los otros son un obstáculo es buscar tranquilizar nuestra conciencia, lo que nos termina paralizando y justificando en nosotros actitudes que antes habíamos recriminado en los demás con dureza.
Estamos aquí para ayudarnos mutuamente. Para ello hemos de estar dispuestos a dejarnos ayudar y hemos de trabajar, ante todo, nuestro propio corazón para que toda corrección brote del amor, de un deseo puro de ayudar y no del exabrupto rencoroso de un corazón herido.
La excomunión que reserva la RB para las faltas especialmente graves por destruir la comunión es algo muy duro. Cuando uno está solo suele guardar silencio, pero no llega a tomar conciencia de él, pues ¿con quién hablar? Cuando se está con otros y se guarda silencio, éste adquiere todo su valor. Algo parecido sucede con la excomunión. Lo grave no es estar solo, sino que se imponga la soledad viviendo en comunidad, una soledad moral más que física, donde los hermanos se alejan con la palabra y los gestos del hermano corregido. Esto hace tomar conciencia del valor de la comunidad por el dolor que produce su alejamiento, un dolor moral mayor que el físico, si es que se es consciente del valor de la comunión. Cuando ese dolor sirve para tomar conciencia de la comunión y de lo que debemos trabajar en favor de ella, entonces se obtiene mucho fruto. El culpable obtiene su beneficio al tomar conciencia de ello y retornar a la comunión. El que le retiren aquello que ha maltratado por no valorarlo le servirá para apreciarlo más. Sólo cuando perdemos algo importante llegamos a valorarlo plenamente. También la comunidad obtiene un gran beneficio por el gozo que da el recuperar a un hermano que se había alejado. ¿No sentimos todos un gran sufrimiento cuando vemos a un hermano que se autoexcluye, que está como vagando encerrado en su dolor, rencor o impotencia, y luego sentimos una profunda alegría cuando lo vemos reinsertado en la comunidad? Ese sufrimiento y esa alegría son un buen signo, son la manifestación más clara de nuestro amor y cariño mutuo.
Para justificar bíblicamente esta excomunión, San Benito recurre al pasaje paulino que habla del castigo que se debe dar al que había cometido una falta muy grave: Este hombre ha sido entregado a la perdición de su cuerpo para que su espíritu se salve el día del Señor. Tiene la deferencia de no decir, como hace San Pablo, que “es entregado a Satanás”, pero el contenido es el mismo. ¿Estamos nosotros dispuestos a aceptar el dolor benéfico de la corrección, siquiera en sus niveles más suaves? Eso dice mucho del proceso espiritual de cada cual. No importa tanto la rebeldía inicial que sólo controlan los más avanzados, los mansos de corazón, pero sí es importante la actitud que mostramos cuando se nos pasa el arrebato inicial de rebeldía: ¿aceptamos ser corregidos o interpelados? El abad y todos los hermanos cuando desempeñan algún cargo de responsabilidad, se gozan cuando hay actitudes receptivas en ese sentido, pero también son probados ellos mismos cuando obtienen la negación de hermanos poco evolucionados en su camino interior. Ni unos ni otros debemos alejarnos ante la dureza de la prueba, pues todo es una oportunidad que se nos ofrece. Todos estamos en nuestra peculiar escuela de conocimiento personal y seguimiento de Jesús.