LA EXCOMUNIÓN POR LAS FALTAS
(RB 23)
Con el capítulo 23 comienza un bloque en la RB que dura hasta el 30 y que trata sobre la corrección que merecen las faltas, cómo se ha de llevar a cabo y la actitud que ha de tener el Abad. Es lo que se conoce como código penitencial, que inicialmente estaba más unido en menos capítulos, como lo vemos en la RM, si bien en éste está todo mucho más desordenado e impreciso, mientras que en la RB aparece más claro, coherente y ordenado. También podemos apreciar cómo en la RB, si lo comparamos con su fuente principal –la RM-, aparece con un espíritu diferente, sin deseo de venganza ni buscando la justicia por la justicia, sino más bien con un gran celo y solicitud por el hermano que ha faltado y al que se le castiga. Esto lo vemos especialmente al final del código, en los capítulos 27 al 29, cuando nos habla de los impenitentes, de los que corregidos una y otra vez no quieren enmendarse o los que se han ido del monasterio y desean ser readmitidos. El cuidado de San Benito, buscando el bien de los hermanos, distinguiendo la enfermedad del enfermo, el pecado que ha de ser extirpado del pecador que lo comete, es verdaderamente conmovedor, aunque esté expresado en un contexto antiguo (s. VI) que puede resultar llamativo a nuestra sensibilidad actual.
El presente código penitencial se va a fijar sobre todo en las faltas más o menos graves en el contexto de una vida cenobítica que hay que cuidar con esmero. Si es importante la comunidad en nuestro estilo de vida monástico, toda falta que atente a la comunión es una falta grave, especialmente aquellas que minan las buenas relaciones o la confianza fraterna. Y, por lo mismo, no hay mayor castigo que la excomunión, es decir, el apartamiento forzoso de la comunidad, que será de lo que trate el presente capítulo 23.
La palabra “excomunión” tiene todavía hoy unas connotaciones muy serias en nuestra cultura, sonando algo así como una condena grande que nos pone a las puertas del infierno. La excomunión no es otra cosa que apartar a alguien públicamente de la comunión de la comunidad a la que pertenece (en la Iglesia antes era más frecuente, mientras que ahora se reserva a unos pocos casos y en unas determinadas situaciones). Pero la excomunión suele producirse porque primeramente el interesado se ha apartado de dicha comunión, atentando contra el espíritu de comunión de la comunidad o apartándose deliberadamente de los signos de comunión que la cohesionan (doctrinales, normativos, etc.). En la vida monástica cenobítica la comunión es algo que se debe cuidar con esmero, por lo que castigar con la excomunión era también uno de los castigos más dolorosos, pues se apartaba al hermano de los actos comunitarios (la oración, la comida, el capítulo, el trabajo, etc.).
RB 23 comienza situando bien los destinatarios de este castigo. No son los que han cometido alguna falta esporádica, sino que está reservado para los contumaces, soberbios o murmuradores, que habiendo sido amonestado primeramente en secreto por dos veces, como recomienda el Señor (cf. Mt 18, 15-17), no han querido corregirse y deben ser puestos en evidencia delante de la comunidad. Nos dice la Regla: Si se hallare algún hermano contumaz, o desobediente, o soberbio, o murmurador, o contrario en alguna cosa a la santa Regla y menospreciador de los mandatos de sus ancianos, éste, según el precepto de Nuestro Señor, ha de ser amonestado secretamente por sus ancianos por primera y segunda vez. Si no se corrige, se le reprenderá públicamente delante de todos. Y, si ni aún así se corrigiere, incurrirá en excomunión, si comprende el alcance de esta pena. Pero si es un obstinado, se le someterá al castigo corporal.
San Benito se esfuerza por seguir al pie de la letra el mandato de Jesús, sabiendo que en él prevalece la misericordia a la venganza. Pero la misericordia no es simple condescendencia o tolerancia, sino que busca el bien del hermano y de la comunidad, lo que exige afrontar las situaciones y los pecados, sin dejarse llevar por la ira de un corazón herido, contrariado o enemistado por la envidia, que es lo que nos induce a la venganza disfrazada con otros títulos.
Y no sólo trata de ser evangélico San Benito, sino que con realismo pedagógico, renuncia a usar el castigo de la excomunión si ve que no va a ser eficaz. Bien sabía él que hay hermanos que tienen un fuerte sentido comunitario, para los que tal castigo les iba a doler lo suficiente como para impulsarles a cambiar, pero otros, por el contrario, pudieran llegar a considerar la excomunión como algo sin importancia o, incluso, un favor, para evitar tener que estar con los demás hermanos. Para éstos, reserva el castigo que entienden hasta los más necios y los mismos animales, el castigo corporal, si bien muy lejos de la dureza expresada por la Regla de San Fructuoso u otras parecidas.
Hoy también se puede dar esta realidad, pues no todos valoramos lo mismo la dimensión comunitaria. Sin embargo, no es posible el castigo corporal tal y como lo describe San Benito, pues se aleja completamente de nuestra cultura actual. No obstante, sí que hay otros muchos castigos que no son físicos pero sí tanto o más eficaces. En cualquier caso hemos pasado unas décadas respecto a la corrección fraterna de indefinición saludable y cuestionable a un mismo tiempo.
En la vida cotidiana todos nos molestamos aún sin querer. Nuestra forma de ser, nuestra sensibilidad, nuestras manías, hace que nos hagamos daño aunque seamos santos, pues la santidad no está en conseguir no molestar a nadie. Eso mismo nos puede confundir a la hora de creer que el hermano necesita ser corregido, pues lo podemos ver más en función de la molestia que me produce que de su propio bien o el de la comunidad. Por eso debemos estar muy atentos a la sensibilidad que manifiesta San Benito. Lo que más detesta el patriarca de los monjes es la murmuración, esa crítica negativa que mina la confianza entre los hermanos, que destruye al débil, que desanima a todos. La murmuración brota de un corazón pobre, poco magnánimo, descontento consigo mismo e incapaz de abrirse al otro. La murmuración, junto con la soberbia que nos aparta de Dios y de los demás, son los pecados más graves que justifican la excomunión. Si la murmuración es un veneno destructor sutil, la soberbia lo es de forma arrogante, despreciando a los demás y rechazando toda obediencia.
Ante estas actitudes, la comunidad debe actuar para salvar al hermano y a sí misma. Hay que ser paciente y sobrellevar unos las debilidades de los otros, pero las actitudes verdaderamente dañinas o los actos que han provocado un perjuicio a los demás, deben ser reparados. El castigo busca el reconocimiento del pecado, subsanar con la humildad la soberbia por la que nos hemos dejado arrastrar, reparar en alguna medida el corazón herido del hermano, de la comunidad y del mismo culpable. Donde no hay un trabajo de autodominio y disciplina personal, hay incapacidad de crecimiento personal y comunitario. No basta hacer lo que me apetece o me gusta si queremos madurar personalmente y crear comunidad. A un niño educado sin haberle puesto límites se le condena a permanecer niño toda la vida. A quien no se le exige responder de sus actos, arreglando o compensando lo que estropea, se le animará a ser un irresponsable. Se puede ser misericordioso y al mismo tiempo ponernos ante nuestra verdad para que vayamos construyendo un sólido edificio más allá de la emotividad pasajera. Este es el mensaje del código penitencial en la RB.