LOS DECANOS DEL MONASTERIO
(RB 21-02)
La autoridad es necesaria en todo grupo humano, pero todavía más importante es el buen uso de ella, pues de lo contrario se transforma en fuente continua de sufrimiento. Si la autoridad se recibe por el cargo que se tiene, como en el caso de los decanos, la autoridad moral se recibe por la vida honesta, coherente, evangélica, y se ejerce con humildad –que no es falta de firmeza-, buscando ser más amado que temido, servir antes que ser servido, buscando incluso conquistar la voluntad del hermano antes que utilizar la coacción. Es un trabajo duro que requiere mucha paciencia, pero también es sumamente eficaz en nuestro propio camino interior, teniendo que luchar una y otra vez con nuestro ego, viviendo desde el amor, anteponiendo las personas a las cosas y a uno mismo. No se trata de no hacer nada o no afrontar los problemas dejando hacer, sino más bien de no hacer las cosas ni afrontar los problemas desde nuestro yo herido o desde nuestra impaciencia, procurando hacerlo con un corazón que se ha dejado purificar -no sin sufrimiento-, sin engañarnos pensando que nuestra ira es santa, que busca el bien y la verdad, cuando en realidad no lo es tanto, pues nos falta el dominio interior. Es por ello que asumir un cargo en la comunidad no sólo nos ayuda a trabajar nuestra responsabilidad, sino también nuestra madurez personal en la relación con los otros, en el dominio de nuestras pasiones, en la donación de nosotros mismos, en nuestro dejarnos purificar por las actitudes desconcertantes de los hermanos, con gran paciencia y perseverancia.
Otro aspecto que resalta este capítulo de la Regla es la necesidad de delegar. Quien tiene una autoridad debe saber delegar, sin que ello sea una coartada para algún listillo que lo interprete interesadamente como un cargar su trabajo a los demás. Una cosa es delegar, otra pedir ayuda y otra echar sobre las espaldas de los hermanos algo que yo debería hacer y puedo hacer. El capítulo de los decanos es recogido en la Regla de la tradición monástica copta y nos recuerda el pasaje del Éxodo en el que Jetró, suegro de Moisés dice a su yerno que no debe agotarse juzgando él sólo los asuntos de todo el pueblo: Tu procedimiento no es bueno. Os agotaréis tú y el pueblo que acude a ti, porque es una carga demasiado pesada para ti, y tú solo no puedes con ella. Escúchame, voy a darte un consejo… Tú serás el mediador del pueblo y el embajador de sus asuntos ante Dios. Instruirás al pueblo en los preceptos y leyes, y les enseñarás… Pero escógete hombres capaces y temerosos de Dios y nómbralos jefes de mil, de cien, de cincuenta y de diez, para que sean los jueces ordinarios del pueblo. Que a ti lleven únicamente los asuntos más importantes (Ex 18, 18-22). Es importante que eso lo sepa el abad, para que la comunidad y él mismo puedan mantener un equilibrio necesario. Pero también es necesario que lo acepten los hermanos. ¿Cómo? Asumiendo cada cual su responsabilidad y admitiendo la autoridad de aquellos en los que el abad delegue un servicio. ¿De qué valdría pedir al abad que delegue si nos resistimos a asumir nuestros cometidos o no aceptamos la autoridad que se le ha dado a los hermanos en quienes se delega?
La delegación no debe ser fruto de la comodidad, sino de la corresponsabilidad. Todos nos sabemos responsables de todos y de todo. La comunidad es cosa de todos, aunque cada uno tenga en ella un cometido diferente y aporte sus propios dones. Cuando hay pureza de corazón no hay lucha de poder, y sí un gran celo por todo lo que afecta a la comunidad. Bien sabemos que nuestras comunidades no son meras democracias, aunque haya mucha democracia. Lo importante no son las artimañas para conseguir la mayoría, sino escuchar atentamente a la comunidad y el espíritu que en ella anida para unirnos a lo que decida la mayoría, siguiendo ese camino, haciendo un proyecto común discernido a la luz de nuestro patrimonio y del hoy en que vivimos.
Es curioso comparar lo que dice sobre los decanos la RM -fuente principal de la RB- y lo que dice la misma RB. La RM considera a los decanos como vigilantes de los monjes que se les ha confiado. Siempre deben estar con ellos y vigilar todos sus defectos, saliendo al paso de sus faltas para corregirlas inmediatamente. De esta forma el abad puede estar de alguna manera presente en todas partes a través de los decanos y asegurar su enseñanza y corrección sobre las almas que se le han confiado y de las que un día deberá dar cuentas. Es una actitud que hoy, como nos dice A. de Vogué, resulta difícil aceptar hasta para con los niños. ¿Sería acaso un deseo de la fogosa juventud de quien escribió la RM? San Benito, por el contrario, es mucho más parco. No quiere que los decanos sean meros vigilantes y correctores de faltas -aunque sí han de estar atentos-. Lo que pide, ante todo, es que sean personas que hayan hecho su propio camino, que sean de fiar, que gocen de buena reputación, esto es, aceptados y reconocidos por los demás en su autenticidad, y de una vida santa. Para referirse a ellos emplea una expresión que los Hechos de los Apóstoles dedica a los diáconos: que sean “de buena reputación”, así como otras cualidades atribuidas al abad: que tengan “mérito de vida y sabiduría de doctrina”. A fin de cuentas se les va a encomendar un servicio (diaconía) y una participación del cometido del abad, enseñando con su ejemplo y su doctrina. Más que meros vigilantes de la observancia, son corresponsables en la misión espiritual de la comunidad, ingeniándoselas para “ganar las almas” y las voluntades, como pide al maestro de novicios: que sea “capaz de ganar almas”. Trabajo duro el de la seducción de Dios de la que nos habla el profeta, hasta que nos dejamos seducir.
El abad tiene una autoridad incuestionable en la comunidad, pero hay que evitar toda tentación de una autoridad meramente vertical. La comunidad implica a todos los hermanos, pero los hermanos necesitan sentirse implicados. Decir que todos somos responsables y no darnos responsabilidad, no pasa de ser una bonita expresión. La realidad de los decanos, como la del consejo de los ancianos, como la misma consulta a toda la comunidad en los casos importantes, nos ofrece una visión más actual de la comunidad y la corresponsabilidad de todos, además de estar más en la línea evangélica y de las primeras comunidades cristianas tal y como nos aparece en el NT. Todos somos responsables, todos discernimos en las cosas importantes, aunque al final uno tiene que tener la última palabra después de haber intentado una visión común. Si esto se sabe hacer, la comunidad queda más unida y motivada, sin que se cuestione la autoridad última del abad.
Todo cargo de autoridad supone un riesgo latente si no se tiene purificado el corazón. San Benito avisa al abad que Dios le pedirá cuentas del ejercicio de su autoridad. Pero con los decanos no espera al día del juicio final, sino que pide al abad se anticipe en la corrección: Si por ventura alguno de tales decanos, hinchado de orgullo, fuese digno de reprensión y, después de la primera, segunda y tercera corrección, no quisiera enmendarse, será destituido, y pongan en su lugar a otro que se digno. Lo mismo establecemos por lo que atañe al prior. Verdaderamente es llamativa la acción pastoral de San Benito. En sus palabras no se intuye acritud ni venganza. Busca la corrección incluso de aquellos a los que les ha confiado autoridad sobre los demás, esperando un cambio de actitud. Sabe esperar y creer en las personas, como sabe también actuar si más que errores se ven actitudes soberbias. El papa Francisco, en una de sus homilías, distingue bien entre pecado y escándalo. Para él el pecado es fruto de nuestra debilidad y nos puede hacer crecer cuando lo reconocemos y pedimos perdón. El escándalo, por el contrario, es mantenerse en una vida engañosa, pactando con el mal y aparentando vivir en el bien. Es decir, cuando la incoherencia se apodera de nosotros y no hacemos nada por desterrarla.
Seamos responsables en los cargos que se nos han encomendado, viviéndolos con humildad y ejerciendo nuestra autoridad con entrega y credibilidad.