LOS DECANOS DEL MONASTERIO
(RB 21-01)
Una vez terminados los capítulos dedicados a la oración, y antes de pasar al código penitencial, San Benito nos habla de los decanos del monasterio que, junto con el cillerero y el prior, serán sus colaboradores más inmediatos en el gobierno de la comunidad. A eso dedica el capítulo 21.
Es de todos conocido que San Benito sentía una gran estima por el cillerero, pues le descargaba de casi toda preocupación material, siendo como un padre en este aspecto para la comunidad. Pero en cuanto al gobierno y la animación de la comunidad, prefería los decanos al prior, pues consideraba que delegando en varios por igual había menos peligro de ensoberbecerse o de hacer sombra al abad creando partidos.
Los decanos sólo tienen sentido en una comunidad numerosa, pues donde hay pocos hermanos difícilmente se pueden crear varias decanías. Pero el hecho de que la RB hable sobre ellos nos dice algo de la forma de ser de San Benito y cómo le da importancia al ejercicio de la autoridad de unos hermanos sobre otros. Tener autoridad sobre los demás exige mayor responsabilidad en el uso de la misma y requiere también unas cualidades personales.
San Benito le da al abad una autoridad máxima, pero le avisa repetidamente de la responsabilidad que tiene, de las cuentas que ha de dar de todas sus decisiones, y de que la autoridad no le viene de sí mismo. Además le invita a hacerlo todo con consejo, para poder conocer y discernir la voluntad de Dios también a través de los hermanos. Pues bien, en esta línea está la mención de los decanos. Aunque la autoridad última la tiene el abad, no es una autoridad absoluta que todo lo abarca, sino más bien una autoridad compartida.
Los decanos son elegidos entre los hermanos y tienen una autoridad en sus decanías. Si es importante formar a todos los hermanos en los diversos aspectos de la vida humana y espiritual, también lo es formarlos en el ejercicio de autoridad-responsabilidad. Nosotros no tenemos decanías, pero sí tenemos responsabilidades que se nos han encomendado. En ellas podemos ver la invitación que se hace a los decanos, ejerciendo el propio cargo con responsabilidad, sin echarse atrás, afrontando las dificultades sin contentarse sólo con lo que resulta más agradable o gratificante, sabiendo respetar todos la responsabilidad o cargo que se le ha encomendado a los demás hermanos. Tener una autoridad sobre los hermanos no es nada fácil. El autoritarismo es sencillo; el decir: “¡aquí mando yo!”, no tiene ningún mérito; el ir al abad para que me resuelva la papeleta antes de haber utilizado yo todos los medios a mi alcance, tampoco es nada heroico; el echar la culpa de todo a la poca docilidad de los hermanos, no creo que sea una razón de peso para que me hagan un monumento.
Quien ha recibido una autoridad por el cargo que se le ha encomendado, debe saber que tiene que ingeniárselas para desempeñarlo, buscando ser más amado que temido, anteponiendo la misericordia a la justicia, buscando conquistar la voluntad de los hermanos antes que usar la coacción. Eso es un reto que hace crecer personalmente y favorece las relaciones comunitarias.
Tampoco es fácil reconocer y aceptar la autoridad de los hermanos, estando dispuestos a colaborar y obedecer. Debemos tener bien claro que las cosas, cosas son, que todo lo material se termina destruyendo, que lo verdaderamente importante no es lo perfecto que salgan las cosas. Lo verdaderamente importante son las personas, nuestro crecimiento humano y espiritual que, lógicamente, se expresará en relación con las cosas y las personas. ¿De qué me vale haber conseguido que una sala haya quedado perfectamente limpia si ha sido a costa de humillar a un hermano o haberme enfrentado despóticamente con él, sabiendo además que es a él a quien se le ha encomendado tal tarea?
Estamos tan prontos a justificarnos, que nos incapacitamos para ver lo verdaderamente esencial. Si un hermano tiene una autoridad, debemos respetársela. Podremos hacer como la RB dice que se haga con el mismo abad: proponer nuestra propia visión o dificultad con humildad, pero luego aceptar lo que diga el encargado con espíritu de caridad. Y el encargado, por su parte, no puede dejarse llevar por sus fantasmas y rechazar toda sugerencia como si de un ataque a su persona se tratase, sino acogerla y discernirla con espíritu de fe y fraternidad, pues quizá la Providencia le esté esperando tras esa propuesta. Yo comprendo que todos tenemos muchos miedos y complejos, pero hemos de saber que estamos en una escuela donde debemos aprender. Personalmente, como abad, no me preocupan las dificultades que observo en algunos hermanos, ni siquiera sus miedos o incapacidades. Lo que más me entristece es cuando alguien se cierra el paso a sí mismo, se sienta en el camino, dice que no puede, o exige que le asfalten el sendero, o echa la culpa de su incapacidad a los demás, llegando a decir al abad: “o ellos o yo”, o exige que previamente el abad haga que los hermanos sean más dóciles y obedientes para poder él desempeñar su misión sin problemas. Pues bien, os aseguro que eso no sucede ni siquiera con el abad, que se tiene que armar de paciencia en infinidad de ocasiones. Acuérdese bien de la misión que se le ha encomendado -le recuerda San Benito-, no ejerciendo un poder despótico sobre las ovejas sanas, sino atendiendo pacientemente a las enfermizas, no sea que un día tenga que oír lo que Dios dijo por la boca del profeta: “Tomáis para vosotros las ovejas que os parecían más gordas y desechabais las flacas”. Más bien debe imitar el ejemplo del buen pastor… Esto es aplicable perfectamente a todos y cada uno de los hermanos en el servicio de autoridad que deben ejercer en sus propios cargos en favor de la comunidad.
Pero si lo dicho hasta aquí debiera aplicarse a todos, el ejercicio de la autoridad más directo y continuado sobre la comunidad, requiere una previa selección, pues no todos están preparados para ello. Nos dice San Benito en este capítulo: Si la comunidad es numerosa, se elijan de entre sus miembros hermanos de buena reputación y vida santa, y se les nombre decanos; los cuales velen sobre sus decanías en todas las cosas, de acuerdo con los mandamientos de Dios y las disposiciones de su abad. Sean elegidos decanos aquellos con quienes el abad pueda compartir, seguro, sus cargas; y no se les elegirá por orden de antigüedad, sino según el mérito de su vida y la sabiduría de su doctrina.