NUESTRA ACTITUD EN LA ORACIÓN (SALMODIA)
(RB 19-02)
El monacato antiguo repite por activa y por pasiva que la vida del monje sólo se entiende desde una vida de oración. Su misión principal, la razón de su existencia, está marcada por la oración, sin lo cual su vida es estéril y absurda. Una oración que es mucho más que un sentimiento o un simple estar tranquilo. No se trata de nada extraordinario que haya que conseguir con métodos complicados, pues es un don y anida en la sencillez. Pero no cabe duda que exige un serio empeño, pues no alcanzamos la sencillez sin proponérnoslo -¡tan complicados somos!-, ni logramos el ordenamiento de nuestras pasiones sin sudar y morir a nuestro yo más primario. El don es gracia, pero el verlo y recibirlo no se realiza sin nosotros. El niño es sencillo, pero su sencillez es simplemente algo propio de los inicios. El sabio es también sencillo, pero su sencillez es la meta de un largo camino. Un ignorante y un sabio pueden coincidir en que ninguno de los dos está en la universidad, pero uno porque nunca ha ido a ella y el otro porque ya salió de ella. Algo parecido nos puede suceder con la oración: es naturalmente sencilla antes de pasar por la prueba de la vida y de nuestras propias pasiones, pero después de hacerlo, sólo alcanza la sencillez con la ayuda de la gracia y el empeño personal. La escuela será la del Espíritu para los que se quieran iniciar.
La oración continua que perseguían los monjes antiguos, bien lo sabemos, era un estado de vida fruto de una transformación interior. Los cenobitas estimaban la oración litúrgica que convocaba a la comunidad en una oración continua a lo largo de la jornada, pero no sucedía lo mismo con los monjes solitarios, más proclives a una oración simple entre los simples o a una oración elaboradamente silenciosa entre los más cultos, como la de Evagrio Póntico, poco amigo de la oración vocal -incluyendo la sálmica- a la que consideraba inferior respecto a la “oración pura”.
Para Evagrio, figura clave en la sistematización de la espiritualidad monástica, lo más esencial del hombre es su mente, su nous, cuyo estado “natural” fue la contemplación divina, anterior a todo pecado e incluso al mismo cuerpo. Este autor se encamina por un discurso que cree en la preexistencia de las almas, al menos según la teoría de la doble creación (la primera fue en la mente de Dios, fuera del tiempo). El cuerpo es bueno, pero no es más que un simple instrumento que nos posibilita el retorno a Dios. Nuestra meta, para él, debiera ser la contemplación pura de Dios, desembarazados de toda materialidad, e incluso de los pensamientos. De ahí que nos diga que la oración pura debe ser sin distracciones.
Este monje del siglo IV distingue tres tipos de contemplación por grados. El contemplativo empieza por lo visible para adentrarse en lo invisible. La vida ascética y el conocimiento de sí es lo que nos abre al conocimiento de Dios. La fatiga de la vida práctica busca alcanzar un “conocimiento verdadero de las cosas”, una nueva mirada de la realidad, más limpia y profunda, menos “condicionada” por las interferencias de las propias pasiones no dominadas. Es necesario ir formando sentidos nuevos que nos permitan superar las imágenes distorsionadas de la realidad que solemos fabricarnos. El contemplativo está dotado de esa nueva sensibilidad que le permite sobrepasar el mundo material y alcanzar la verdadera contemplación de Dios. Esta contemplación pura es la de la mente despojada, sin distracciones, silenciosa y simplificada. Sólo el nous (verdadero hombre en la primera creación) puede llegar a la visión de Dios. Pero aún esto es una visión parcial, anticipada, no directa de la esencia divina. La naturaleza de Dios en cuanto tal es incognoscible para el hombre mientras está en el cuerpo. Pero cuanto más cercanos estemos de nuestro estado original, es decir, cuando el alma aún no estaba unida al cuerpo, pues sólo existía en la mente de Dios y el tiempo aún no había comenzado, más nos aproximaremos a esta contemplación.
El sujeto que conoce a Dios es el intelecto totalmente desnudo. Por eso nos dice: “No representes en tu interior la divinidad cuando ores, ni consientas que se modele en tu intelecto forma alguna; antes bien, corre inmaterial hacia lo inmaterial y comprenderás” (Or 66). Por eso para él el verdadero teólogo es el orante que no se limita a saber acerca del misterio de Dios, sino que tiene experiencia orante de ese misterio trinitario. De ahí su conocida frase: “Si eres teólogo, orarás verdaderamente, y si oras verdaderamente, eres teólogo” (Or 66). La oración a la que se está refiriendo es la “contemplación”. Y en otro lugar: “El conocimiento de Dios tiene necesidad no de un alma racional, sino de una visión intuitiva. La racionalidad también se suele encontrar en las almas que no están purificadas -nos dice-, la visión, en cambio, solamente en las puras” (KG V,90). La contemplación no es un conocimiento discursivo, sino inmediato, visión pura que encierra el culmen de la felicidad y que no pretende comprender a Dios, sino mantenerse en una “infinita ignorancia” dada la infinitud de Dios.
Los orantes que han experimentado esto sienten cómo cambia la orientación de su vida, sus deseos, la escala de sus valores, dejando de aparecer importante lo que antes parecía tal, pues lo que valorábamos cuando éramos niños ya no tiene valor alguno cuando se descubren otros horizontes y se experimentan los sentidos espirituales frente a los sentidos corporales. Nadie tiene por qué rechazar las cosas que le encandilaban cuando era niño, ni siquiera tiene que renunciar al niño que todos seguimos llevando dentro a lo largo de la vida, pero es necesario que el adulto vaya más allá, que no se quede en niñerías espirituales, estamos llamados a descubrir otros tesoros más valiosos que se nos ponen delante cuando abrimos los ojos y aceptamos acogerlos.
Como decía al principio, los monjes cenobitas sí que apreciaban la oración sálmica y litúrgica, más que los eremitas. San Basilio se refiere hermosamente a ello cuando nos dice: “El salmo es la serenidad de las almas y una fuente de paz, pues calma la agitación y efervescencia de los pensamientos, reprime la inquietud y apacigua la pasión. El salmo anuda las amistades, estrecha lo que se iba separando y reconcilia a los enemigos. Pues ¿quién puede considerar aún como adversario a aquel con quien alaba a Dios con una sola voz? De este modo nos procura la salmodia el mayor de los bienes, esto es, la caridad, la cual se sirve del ajuste de las voces como de un lazo para la concordia y armoniza en un solo coro el acuerdo de todo un pueblo”.
Para los monjes la oración no era una mera especulación, sino algo muy unido a la vida, por lo que la misma vida les enseñaba a orar. La importancia de la oración estaba en ella misma, más que en la forma que adoptara: oración silenciosa o sálmica. I. Hausherr nos hace una bonita definición de la oración de estos monjes: “orar, para ellos, es, ante todo, tender la mano a Dios para recibir”. Sólo pide el que es consciente de lo que es, de su necesidad, y es consciente también de quien es aquél a quien pide. Pero para que esa oración sea pura se necesita tener un corazón puro. Es cierto que nunca alcanzaremos la perfección en nada, y tampoco en la pureza de corazón. Es cierto que Dios nos acoge por nosotros mismos y su amor no está condicionado a nuestras obras. Pero también es cierto que él no nos quiere en el barro y nosotros no creceremos en un camino de oración sin el trabajo interior por la purificación del corazón. Aunque el término “oración pura” es, a veces, algo técnico, en general se refiere a hacerla con un corazón purificado, y no con muchas palabras, sino en lo íntimo de nosotros mismos con un espíritu atento. De ahí la recomendación de servirnos de oraciones breves y frecuentes, brotando de lo hondo de nosotros, con eso que los antiguos llamaban “compunción del corazón”. El que se abre a la oración pura es imposible que no sea transformado por ella.