CÓMO CELEBRAR LA VIGILIA LOS DOMINGOS
(RB 11) 04.08.13
Vista la celebración de las vigilias a diario, con su correspondiente reducción en los meses de verano, vamos a fijarnos ahora en lo que la RB nos dice sobre las vigilias de los domingos. Sustancialmente es lo mismo, pero podemos resaltar algunos aspectos.
En primer lugar vemos cómo San Benito, movido por su conocida discreción, se sitúa en la línea de los que rompen una tradición más antigua o, al menos, la adaptan a la situación de su tiempo. Ya vimos cómo en el monacato primitivo se le daba especial importancia a la vigilia del sábado al domingo. Los anacoretas solían reunirse a celebrarla, pasando la noche en vela. Los cristianos, en general, también lo hacían, pero sólo en algunas vigilias señaladas. Una vigilia que se prolongaba toda la noche tenía sus inconvenientes. Nos lo podemos imaginar: en la iglesia apenas había el resplandor de unas velas; los monjes no tenían un salterio entre sus manos, pues no se conocía el papel y los libros eran muy escasos, por lo que tenían que recitar los salmos de memoria o escucharlos de boca de un solista. Eso mismo es lo que sucedía con las largas lecturas que se proclamaban. Por otro lado, la misma lectura se hacía difícil, pues el desgaste de los pocos libros existentes, las muchas abreviaturas que se usaban, lo apretado de la letra y la escasa luz, exigía una maestría en el arte de la lectura, poco abundante en un tiempo donde la cultura se iba enrudeciendo con los pueblos bárbaros. Además, durante el invierno, podemos imaginarnos a los monjes acurrucados en sus cogullas de lana, luchando al mismo tiempo contra el frío y contra el sueño. Colombás, siguiendo a Adalbert de Vogüé en su Comentario a la RB, nos hace una breve presentación de la situación que resulta ilustrativa: “En la Galia, hacia 420-430 se recomendaba a los cenobitas aprovechar las dos últimas horas de la noche para dormir (después de una larga vela), pues de lo contrario durante todo el domingo no eran buenos para nada. A finales de siglo, el sueño se hace sentir durante la misma vigilia, y algunos monjes se ven obligados a salir del oratorio, por lo que es preciso exhortarlos a no abusar de los descansos que se toman. San Cesáreo de Arlés, por su parte, obliga a las monjas soñolientas a permanecer de pie, y todas tienen que ocuparse en alguna labor durante las lecturas para vencer el sueño. En la Regula Ferioli se ve cómo era preciso obligar a los monjes a acudir a las vigilias…”. Para afrontar tanta dificultad, San Benito decide seguir la estela de algunos monasterios romanos y quiere que sus monjes celebren las vigilias levantándose en el último tramo de la noche, una vez descansados, pues así podrán seguir más fácilmente su consejo de que la mente esté en sintonía con lo que dicen los labios al salmodiar, sin tener que estar empleados en una lucha titánica contra Morfeo.
Otro aspecto a destacar en las vigilias de los domingos es su duración. Los días laborables hay que tener tiempo para trabajar. El domingo, sin embargo, es el día del Señor, y todo él lo debemos dedicar no sólo a descansar, sino a la lectura y la oración. Esta idea tan bíblica, tan judía, es muy importante para San Benito. Ciertamente que vivimos en una época donde eso resulta bastante raro. Primero porque vivimos acelerados y la distribución del trabajo no siempre lo permite. Pero también porque no se entiende fácilmente el “no hacer nada”, o se considera una pérdida de tiempo lo que se dedica al espíritu, salvo, claro está, que “sirva” para una armonización psicológica y corporal, pues intentamos sacar una rentabilidad palpable incluso a lo que se encuentra en otra dimensión. La oración y la vigilia dominical es algo “celebrativo”. No se trata de “sacar” un provecho inmediato. Los mismos salmos se recitan por orden. Es el día para agradecer la obra creadora (al séptimo día el Señor descansó y se regocijó de todo lo creado) y la obra redentora (resurrección). Se lee y se ora como el que “pierde el tiempo” con un amigo, pero haciéndolo en comunidad. Si durante la semana parece que vivimos “para”, siendo el cuadro de actividades y trabajos algo importante, el domingo es una invitación a tomar conciencia de lo que “somos”, de nuestra misma vida en todas sus formas y en su relación con los demás y con Dios. Es un tiempo para “sentirnos”, sentir nuestro ser, percibir sosegadamente todo lo que entra por nuestros sentidos en actitud de acción de gracias. Es una invitación a ir más allá de la inmediatez de las urgencias diarias. Nuestro gran problema hoy día no es el exceso de trabajo que se podría tener antaño y que obligaba a trabajar incluso en domingo, nuestro problema dominical hoy día son las múltiples formas de entretenimiento que nos siguen manteniendo fuera de nosotros. Seguimos haciendo cosas, aunque éstas sean más divertidas, y quizá las hacemos como única forma para poder divertirnos al no encontrar en nosotros mismos suficiente entretenimiento. Sería bueno que recuperásemos el sosiego y descanso para el que fue hecho el sábado-domingo en la tradición judeocristiana.
Pues bien, volviendo a nuestras vigilias dominicales, la RB les dedica más tiempo. El número de salmos no lo altera (6 en el primer nocturno y 6 en el segundo) por su condición cuasi sagrada. Si en la brevedad de las noches estivales prefiere acortar las lecturas a eliminar algún salmo, en las dilatadas vigilias dominicales no aumentará su número, sino que se multiplicará el número de lecturas. Esto se hace como en un clima de lectio divina. Si a diario manda que se hagan cuatro lecturas, los domingos pasan a ser un total de 12 más el evangelio. A esto se añaden, además, tres cánticos de los libros proféticos (= III Nocturno), pues no se podían añadir salmos, como he dicho, y dos himnos conclusivos. Es interesante ver cómo las lecturas iban seguidas de un responsorio. Nosotros estamos acostumbrados a concluir las lecturas bíblicas diciendo: “¡Palabra de Dios! Te alabamos, Señor”. Pero antiguamente se prefería concluirlas con un responsorio breve que aludía a la lectura leída e implicaba algo más a la comunidad que escuchaba. Tampoco el evangelio se concluía como lo hacemos en la actualidad, sino que una vez terminada su proclamación, todos decían simplemente: “Amén”.
Tan largas se hacían las vigilias que eran como una lectio divina hecha en comunidad. En ellas se hacía un recorrido por el AT, los Padres de la Iglesia, el NT, y se concluía con el evangelio, donde Cristo culmina el sentido profético de la palabra de Dios, por lo que debía ser proclamado por el abad, cuyo lugar representa en el monasterio. Hay quien piensa que ese evangelio era el propio del domingo; hay quien prefiere pensar que se trataba de un evangelio de la resurrección.
Los monjes se tenían que levantar de sus lechos antes que de costumbre y concluían justo a tiempo para comenzar laudes. Es decir, que el rato que nosotros dedicamos a la oración silenciosa y la lectio divina “individual” después de vigilias, en tiempo de San Benito era un tiempo eminentemente “comunitario” de oración y lectio dentro de unas vigilias más prolongadas. También es cierto que debemos tomar conciencia que su situación no se parecía a la nuestra, pues en la oscuridad de la noche, sin un escritorio caliente, sin luz eléctrica y sin apenas libros, era más fácil ponerse a dormitar por las esquinas si no se tenía un encuentro comunitario. Sea de una manera o de otra, lo importante es fijarnos en la dimensión celebrativa y contemplativa que San Benito quiere dar al domingo y que queda patente en su esquema litúrgico para las vigilias.
Respecto a las fiestas de los santos y las solemnidades de las que habla en el capítulo 14, la Regla dispone que las vigilias tengan la misma estructura de los domingos, si bien los salmos, antífonas y lecturas han de ser las propias de esos días, realzando así la importancia que ocupan las fiestas de los santos en la vida de la Iglesia, por ser ellos unos modelos de vida con los que nos sentimos en comunión.