EL OFICIO DIVINO
(RB 8-02) 07.07.13
Bien sabemos que el oficio divino es una prolongación de la celebración eucarística a lo largo de la jornada. Encuentra en la eucaristía su razón de ser, y ésta es “manantial y cumbre de toda vida cristiana y de la comunión de los hermanos en Cristo”, tal y como nos recuerda nuestras constituciones y el Vaticano II (Cst 18; SC 10; PC 6), añadiendo además: “los hermanos se unen más íntimamente entre sí y con toda la Iglesia por la participación en el misterio pascual del Señor”. De esta forma, también la liturgia de las horas adquiere ese sentido eminentemente eucarístico y comunitario.
La espiritualidad cristiana podríamos definirla como una mística del amor, un salir de uno mismo hacia el otro experimentando la unidad que da el amor. El amor orienta nuestra visión de Dios que es trino en el amor, orienta también nuestra visión del hombre al vernos como seres en relación, hijos de un mismo Padre, y orienta de igual modo nuestra visión de la Iglesia, que sabemos forma un solo cuerpo en el amor. La mística cristiana siempre va a estar caracterizada por la dimensión del amor. Es por ello que la mística cristiana no se centra en uno mismo, ni es una mera técnica, ni busca estimular los sentimientos, ni se contenta con alcanzar la armonía y la paz, aunque todo eso se dé. La mística cristiana, aún en su expresión más silenciosa y simplicísima, es una mística del amor porque así nos lo propuso el Maestro al que seguimos, evitándonos caer en un quietismo sospechoso.
El Dios cristiano, el que nos presenta Jesús de Nazaret en los evangelios, es un Dios que vive en el amor y que sale fuera de sí por amor; que siembra un reino de amor y funda una comunidad en el amor; que lleva su deseo de amor hasta sus últimas consecuencias en la entrega de sí y el perdón más absolutos y que no quiere que nadie se quede fuera del mismo Dios: Dios quiere que todos los hombre se salven y lleguen al conocimiento de la verdad.
Pues bien, esa mística del amor es la que nosotros vivimos celebrativamente cuando nos reunimos la comunidad cristiana en la liturgia. En la eucaristía celebramos al Dios Amor que acampa entre nosotros, que realiza su obra salvadora llegando a la plenitud del amor entregado en su misterio pascual, que nos reúne alrededor del altar como hermanos unidos que comparten una misma fe, un mismo amor y un mismo cuerpo. Al sabernos un solo cuerpo con el Hijo de Dios, de alguna forma nos estamos adentrando con Él en el misterio de Amor intratrinitario de Dios que se abre a toda la humanidad y a todo lo creado, haciendo de todos uno.
Y si eso es lo que celebramos en la eucaristía, también lo hacemos en el oficio divino, prolongación de aquella. Tiempo que empleamos de forma igualmente gratuita que el que dedicamos a la oración silenciosa. Su eficacia no es palpable. Sus resultados pueden pasar por la inutilidad del que dormita en la oración o está despistado en la liturgia, pero recogiendo los frutos del que se silencia contemplativamente en presencia de Dios y del que vive en comunión con los hermanos y unido a Cristo y a la humanidad en la alabanza litúrgica. Así como en la oración silenciosa no hay que estar pensando ni examinándose, sino más bien dejar un espacio vacío de acogida, una presencia que contempla, del mismo modo en la liturgia se nos invita a adentrarnos en el misterio celebrativo, en el canto de alabanza comunitaria, más allá de los pormenores individuales.
A fin de cuentas, la llamada liturgia de las horas no es más que alargar en el tiempo una oración continua que quiere estar centrada en el misterio de Cristo, con el diferente significado de cada una de las horas del día. Sostiene la oración continua tan querida por los monjes y la sustenta en una perspectiva cristológica, comunitaria y universal. No se pretende hacer nada. No es un espectáculo ni una forma de realización personal o búsqueda de altas experiencias contemplativas, ni tampoco se trata de lograr una perfección estética. Es, ante todo, un canto de alabanza, gratuito, unido a Cristo y universal. Una alabanza que nos orienta al tú de Dios como una experiencia de amor recibido y al que correspondemos en la alabanza. Antes que ser oración de petición o intercesión es alabanza al Creador. La creatura se dirige a su Creador sintiéndose creación en totalidad. La imagen se contempla en su modelo encontrando en él su propio significado, la razón de su existir.
Cuando alabamos nos olvidamos de nosotros mismos, de nuestras preocupaciones y necesidades, orientándonos simplemente hacia Dios, el origen que nos reclama siendo lo que verdaderamente somos. La liturgia encierra un componente importante de gratuidad, ensalzando la belleza de la creación que se orienta hacia su Creador. Una belleza que se nos invita a expresar en el canto, las formas, las posturas, los ritos. Pues, como nos recuerda San Benito, oramos en presencia de los ángeles y Dios mismo está en medio de nosotros. Y, no obstante, la liturgia, como la oración en general, puede resultar a veces fatigosa. Es lo que leemos en los padres del desierto cuando decían: “La tarea más trabajosa del monje es la oración a Dios. Cada vez que nos ponemos a orar, nuestros enemigos los demonios tratan de impedírnoslo, pues saben que sólo apartándonos de la oración pueden evitar que avancemos”. La oración la percibían como una batalla hasta el final de la vida.
La liturgia es un acto comunitario y no un mero consuelo psicológico personal, aunque consuele. En la liturgia nosotros no somos tan importantes, ni debemos preguntarnos demasiado cómo me va en ella. Lo único importante es la alabanza divina hecha de corazón, “que la mente coincida con nuestros labios”, nos pide San Benito. Buscar estar a gusto, o sentirse bien, o entenderlo todo, o estar en sintonía personal con lo que cantamos, puede delatar un cierto narcisismo que enturbie el verdadero sentido universal y cósmico de la liturgia. A nosotros nos basta liberarnos de nosotros mismos, saliendo de nosotros para centrarnos en el otro donde proyecto y de quien recibo el amor. Admirar la belleza de Dios, de su obra creadora y salvadora, de la humanidad salida de sus manos aún en las situaciones más desconcertantes, contemplar todo ello y alabar de corazón poniendo todo delante de Dios, es vivir la liturgia.
En un segundo momento la oración litúrgica nos invita a “acoger” los designios de Dios, su presencia en todo lo humano, sabiendo que su presencia es salvadora y culmina en el misterio salvador de Jesús. En la liturgia traemos presente todo lo humano, con lenguaje humano, desconcertante a veces. No lo podemos controlar todo, ni comprender todo, ni sentirnos bien con todo. Simplemente está ahí y ahí lo presentamos solidarizándonos con todo lo humano. Presentamos, pedimos, intercedemos, en una oración universal, que recorre todos los tiempos y todo lugar, y donde nuestro estado de ánimo no es tan importante. Por eso cantamos lamentaciones cuando personalmente podemos estar eufóricos, o cantamos himnos cuando puede que estemos tristes. Ese salir de nosotros para unirnos con la humanidad entera y en el misterio eucarístico de Cristo es una expresión clara de una mística del amor que nos encamina a reencontrarnos a nosotros mismos en el todo de Dios donde moran también todos los hermanos.
Y si llamamos a la liturgia “celebración”, es porque se trata de una fiesta donde celebramos algo importante para nosotros. Ciertamente que es la fiesta que nos recuerda la obra salvadora de Dios, pero también nos recuerda que somos criaturas predilectas, imagen de nuestro Creador y llamados a vivir en el amor. El que un grupo humano viva en el amor siempre es un milagro que proclama la victoria del amor de Dios en nosotros sobre nuestros propios egoísmos y soberbia que nos aparta de los demás.