EL OFICIO DIVINO
(RB 8-01) 30.06.13
Ya sabemos que la RB sigue muy de cerca a la Regla del Maestro. Y cuando uno está copiando o siguiendo un modelo y en un momento determinado modifica claramente alguna cosa, es signo inequívoco que dicha modificación está expresando algo propio del que copia, algo que quiere resaltar y a lo que da una especial importancia. Es lo que le sucede a la RB al llegar al punto en el que nos encontramos. En los primeros capítulos –del 1 al 7- nos ha presentado su auditorio, a los que va dirigida la Regla: una comunidad guiada por su abad, exponiéndonos a continuación los fundamentos espirituales que sustentan la vida monástica cenobítica: la obediencia, la taciturnidad y la humildad. Llegados a este punto la RM continúa hablándonos de los distintos oficios en el monasterio, del código penitencial y de las observancias de vida, entre las que parece encontrarse el oficio divino. Pero para San Benito el oficio divino es mucho más que una simple “observancia” de tantas. Ese parece ser el motivo por el que adelanta este tema al capítulo octavo de su Regla, sacándolo del conjunto de las observancias monásticas y colocándolo a continuación de los fundamentos espirituales del monacato cenobítico, es decir, después de la parte doctrinal y antes de comenzar la legislativa. Además lo hace de una forma un tanto brusca, pues no se molesta en poner introducción alguna ni le importa dejar descolgados algunos capítulos que en su fuente estaban junto a este bloque, como es quién tiene que dar la señal para el oficio divino (RB 47).
El oficio divino ocupa un lugar central en la vida del monje benedictino. No es que el canto coral lo “defina”, como si se tratara de un quehacer para justificar su género de vida, pero sí que sustenta buena parte de su razón de ser en cuanto alabanza eclesial a Dios y alimento espiritual para su propia vida.
El oficio litúrgico será una de las expresiones más importantes de lo que los textos monásticos antiguos entendían por opus Dei u “obra de Dios”, que no era otra cosa sino toda la vida espiritual del monje, su vida monástica en general. Aunque eso es así, también es cierto que poco a poco dicho término se fue refiriendo especialmente al oficio litúrgico, y de ese modo se entiende en la RB. Y la importancia que ésta le da queda de manifiesto en la gran extensión que le dedica: 11 capítulos de 73.
La división de capítulos del 8 al 18 parece ficticia, posterior y sin tener en cuenta el conjunto. Originalmente es probable que todo formara un solo bloque o un par de ellos: los oficios durante la noche y los oficios durante el día.
Durante mucho tiempo se quiso ver cómo el oficio benedictino tal y como lo expone la RB influyó sobre el romano, pero se ha demostrado que es más bien todo lo contrario. San Benito conoció la liturgia romana en su juventud y parece que quedó influenciado por ella. Era la liturgia celebrada por ciertas comunidades monásticas encargadas de algunas basílicas. La relación entre ambas liturgias es evidente. Pero la RB no se contenta con seguir al pie de la letra la liturgia romana, sino que se siente libre de asumir elementos de otras tradiciones litúrgicas, “como el oficio bizantino, el milanés, el hispánico, el seguido en Lérins-Arlés y el que aparece en las Instituciones de Casiano”. Es importante darnos cuenta de ello para constatar la libertad de espíritu que tenían los primeros legisladores al buscar una liturgia que conformara la oración comunitaria, empeñados, eso sí, en una búsqueda contrastada y con fundamento. Es la misma libertad que le mueve a San Benito a permitir algunas modificaciones en esa estructura si se considera más conveniente, refiriéndose más en concreto a la distribución de los salmos.
San Benito da gran importancia al oficio divino, pero sabe tener también cierta elasticidad para ponerlo en función de la vida de los monjes. La RM, por el contrario, era más estricta a este respecto y quería que todos los oficios se celebraran exactamente a su hora. A. de Vogüé nos lo dice con claridad meridiana: “En el Maestro, la observancia litúrgica es estricta: oficios en la hora exacta, reuniones-relámpago, toda la comunidad se junta para cada celebración; correlativamente, las dispensas individuales son ampliamente concedidas: a una distancia de cincuenta pasos, ya no se está obligado de asistir al coro, y el cillerero y los semaneros faltan normalmente a nona e incluso a otras horas. En Benito, la observancia litúrgica es más flexible: las horas del oficio se desplazan con facilidad, hay más tiempo para reunirse; para algunas celebraciones, al parecer, no se junta más que una parte de los hermanos; correlativamente, las dispensas individuales se conceden con menos facilidad: sólo los que trabajan muy lejos pueden faltar al oficio, con autorización expresa del abad; nada se dice de la falta habitual a ciertas horas del cillerero y hebdomadarios. Así, el Maestro exige más de la comunidad, mientras se muestra más tolerante con los casos individuales; Benito, por el contrario, mitiga la norma común, pero urge más su observancia” (Commentaire p. 606-607).
Aún teniendo en cuenta esa libertad, observamos que la RB quiere mantener al menos unos pocos principios, como son: que se reciten todos los salmos en una semana; que todos los días se celebren siete oficios más vigilias por la noche, apoyándose en lo que dice el salmo 118, 62. 164; que se siga la “regla del ángel” (Inst. 2,5; Historia Lausiaca, 32) que ‘mandó’ recitar doce salmos en el oficio nocturno. Tres elementos que para San Benito eran esenciales hoy los hemos modificado: recitamos los salmos en dos semanas en lugar de en una, hemos suprimido el oficio de prima, dejando seis al día, y hemos pasado de 12 a 6 salmos en vigilias, algo que nos parece normal, pero que no hubiese sido posible sin rupturas comunitarias si no se hubiese abierto la posibilidad a partir del concilio Vaticano II.
El oficio monástico primitivo, anterior a la RB, está compuesto básicamente por los mismos elementos que el actual, siendo su parte más esencial la palabra de Dios (salmos y lecturas). Pero, al mismo tiempo, variaba notoriamente la interpretación de la salmodia.
“Así, por ejemplo, los cenobitas de San Pacomio celebraban todos los días dos sinaxis de oración. Un solista recitaba la Escritura -no necesariamente el salterio-, y, cuando terminaba una sección, los hermanos que estaban escuchando en silencio, se ponían de pie, hacían la señal de la cruz, levantaban los brazos y recitaban el padrenuestro; a continuación volvían a hacer la señal de la cruz, se postraban y lloraban interiormente sus pecados, hasta que, dada una señal, se levantaban de nuevo, volvían a signarse y oraban en silencio, hasta que una nueva señal les invitaba a sentarse y seguir escuchando la palabra de Dios” (Colombás, p. 327). Como diría Armand Veilleux: “La oración común del cenobita pacomiano es, sencillamente -y en ello radica todo su valor-, una comunión en la oración”.
Con el tiempo la estructura de la oración litúrgica ha ido cambiando, pero siempre se ha mantenido la alternancia entre la recitación de la palabra de Dios y la oración silenciosa.
Por otro lado, la recitación de los salmos por toda la comunidad a dos coros no parece que existiese -salvo excepciones- en tiempo de la RB. Más bien lo hacían muy pocos solistas, escuchando los demás o respondiendo cuando la salmodia era responsorial o antifónica. Es decir, uno recitaba o cantaba el salmo y de vez en cuando todos participaban con la repetición de un estribillo o la antífona, manteniéndose así la atención. Después de cada salmo se guardaba un tiempo de silencio meditativo.