LA TACITURNIDAD
(RB 6-03) 02.09.12
Respecto a la importancia que San Benito da a la taciturnidad, alguien dijo con acierto: “Existe un estrecho vínculo entre el silencio y el misterio de la inhabitación de Dios en nosotros. El silencio nos capacita para oír mejor la presencia de Dios en nosotros y las necesidades de nuestros hermanos”. Dios habita en nosotros y en nuestros hermanos. Si callamos es para escuchar no tanto nuestros ruidos interiores, fruto de nuestra agitación, cuanto el susurro de la presencia de Dios en nosotros y en los que nos rodean. La dispersión nos dificulta esa atención y, consiguientemente, disminuye nuestra capacidad de amor, pues podemos pasar junto al hermano necesitado sin percatarnos, y podemos vivir sin darnos cuenta de lo que Dios nos puede estar pidiendo en cada momento. El que vive en la agitación por no silenciar su interior, camina en todas direcciones sin saber a dónde va, huye de sí mismo sin poder escapar, sin percatarse que la paz la tiene muy cerca de sí, basta con dejar de correr, pararse, escucharse y acoger la presencia del que habita en él, pues da sentido a todo y centra nuestra existencia. De Él venimos, en Él vivimos, hacia Él nos dirigimos, ¿dónde, pues, buscar nuestro centro y nuestra paz?
El misterio de la transfiguración nos revela algo de esta realidad. La subida a un monte alto simboliza la lejanía o toma de distancia de lo cotidiano, de nuestros semejantes, siendo al mismo tiempo un lugar de encuentro, un encuentro especial. En el monte se masca el silencio, a lo que se une la oscuridad simbolizada en la nube que todo lo cubre. Pero en esa distancia y en ese silencio se da el encuentro y se escucha la palabra. Un encuentro especial y una palabra especial que todo lo une: el pasado, el presente y el futuro: las promesas del AT simbolizadas en la ley y los profetas (Moisés y Elías); la realización paulatina del presente (Jesús y los apóstoles); la plenitud anunciada y anticipada de la resurrección.
La palabra, tantas veces causa de enfrentamientos, como espada empuñada por espadachines que quieren defender con determinación las posturas de su ego, sus pretendidos derechos o sus manías frente a los que consideran contrincantes que obstaculizan su camino, esa palabra se presenta también unificadora en el monte “alto”, en donde se toman distancias de los sentimientos que nos confunden, de los ruidos que embotan los sentidos y de los egoísmos que nos aíslan o de la ira que sólo conoce el verbo destruir. Palabra escuchada en el silencio, haciendo caso omiso a las dichas por Pedro, cuando pretende apropiarse el misterioso silencio por el bienestar que produce (“hagamos aquí tres tiendas”), sin llegar a comprenderlo. Actitud del que toma el silencio por una hermosa tienda donde poder descansar en la autocomplacencia.
La subida al monte alto nos descubre la inhabitación de Dios en nosotros y nuestra vida en él como un movimiento de entrada y salida, de silencio y palabra. Lo sabemos de sobra, pero no siempre estamos dispuestos a hacer el camino. Referirnos al silencio como si de una diana se tratase, hablando de los fallos o aciertos que hemos tenido, o contemplarlo como un simple cerrojo al don de la lengua, es referirnos a él sin mayor horizonte que el de cualquiera que no haya recibido la invitación a subir y tener la experiencia del monte alto. Pues el mismo Jesús no invitó a todos a ese monte, aunque todos sus discípulos sí están invitados a subir al monte de las bienaventuranzas (Mt 5, 1) y a subir también la última montaña –hacia la casa del Padre- al final de los tiempos.
El silencio es nada. En sí mismo es puro vacío. Pero es un vacío que hace relación a algo, lo que quiere decir que es un vacío “capaz de”. Hay vacíos cerrados y vacíos capaces de ser llenados. Nosotros somos capaces de Dios por poder percibir y acoger su presencia por más separados que estemos de él. Una piedra, sin embargo, no tiene esa capacidad de Dios, al menos en cuanto al mundo intelectivo, afectivo o sensitivo se refiere. Uno que guarda silencio verbal vive en el vacío de la palabra, pero es un vacío abierto, pues tiene capacidad de hablar. Pero eso no le sucede a un mudo, que guarda un silencio verbal por obligación. Por eso, el silencio como vacío elegido tiene siempre una finalidad: la de aumentar el hueco que se desea llenar, la capacidad que se desea colmar. Se trata siempre de una elección: deseo hacer un poco de hueco en mi armario para meter otras cosas. Hacer hueco sobre todo eliminando las cosas más inútiles, como nos dice San Benito al concluir este capítulo de su Regla: Pero las chocarrerías y las palabras ociosas y las que provocan la risa, las condenamos en todo lugar a reclusión perpetua, y no permitimos que el discípulo abra la boca para semejantes expresiones.
Cuando nos negamos a hacer un poco de hueco, cuando no queremos desprendernos de ninguno de nuestros ruidos, de nuestras ideas, de nuestras verdades, aceptando cuestionarnos y ser cuestionados, entonces no dejamos sitio ni para Dios ni para los demás. Cuando mostramos una defensa agresiva de nuestros puntos de vista, no dejamos sitio para aprender. San Pablo duda del que no puede callar o sosegar su discurso en la asamblea cuando otro está hablando. Se corre un grave riesgo de estar “rebosando” de sí mismo, de un ego desmesurado que no es capaz de contenerse en su propio espacio desbordado.
La capacidad de escucha a Dios y a los hermanos es signo claro de estar trabajando un vacío abierto, un silencio que busca ser llenado. La necesidad exagerada de ser escuchados revela más bien su vacío o ausencia de “huecos” que puedan ser llenados, vacíos de “capacidad” del otro, por estar ya tan sumamente llenos. Y esto, bien lo sabemos, sucede a muchos niveles, aunque ahora estemos hablando del uso de la palabra.
En nuestra época esto nos puede enseñar. En las últimas décadas ha habido muchos cambios tan profundos que nos han marcado en nuestra visión antropológica, social o religiosa. Si nos centramos sólo en el tema que nos ocupa del uso de la palabra, podemos constatar que el mundo de la información y de la comunicación nos está cambiando profundamente. Vivimos en un tiempo de la información inmediata. Todo hay que saberlo y lo más rápidamente posible. Tenemos acceso a cualquier noticia de forma instantánea. Ya no son únicamente los diarios, las revistas, la multiplicidad de publicaciones, la radio o la televisión, sino que ahora el mismo Internet da unas posibilidades de tener información de casi todo al instante. Las noticias se pisan unas a otras y, por muy trágicas que sean, no duran más de una semana en la memoria de la gente, pues han de dejar paso inmediatamente a otras. No es que se cree un vacío para ser llenado, sino que unas cosas empujan a otras expulsándolas para ocupar su lugar. La vida de nuestros amigos es un libro abierto en las redes sociales. El ansia que algunos tienen por informar lo que les sucede o les pasa por la cabeza en cada instante puede resultar agobiante. Esto no puede sino marcarnos. La acumulación de información no da tiempo a profundizar en ella. Con frecuencia sólo los sentimientos, mucho más inmediatos en su respuesta que la razón, pueden estimularse. Y la superficialidad tiene que aparecer cuando no se nos da espacio para una reflexión sosegada. Y, al mismo tiempo, esto resulta muy útil a los poderes que manejan el mundo de la información, pues es más fácil manejar los sentimientos que el entendimiento, los gustos que los valores.
Todos tenemos experiencia de lo fácil que es enmarañarnos en disputas de todo tipo cuando los políticos se enzarzan o los pueblos se enfrentan. Tomamos partido siendo más “partidarios” de lo que otros opinan que elaboradores de nuestro propio pensamiento. Damos rienda suelta a nuestros sentimientos, nos dejamos llevar por nuestros gustos y sensibilidades hasta impedir entrar al otro, al estar saliendo por nuestras puertas una marea de ego que está a punto de estallar en nuestro interior. Por eso es tan importante hoy día reflexionar sobre la importancia de crear vacíos abiertos dentro de nosotros, silencios que nos permitan profundizar y dar una palabra con sentido, acogiendo al mismo tiempo a los demás. Todo un reto y una necesidad de la que pudiéramos ser testigos sin dejarnos confundir por verdades que dejan de ser tales cuando nos encadenan.