LA OBEDIENCIA
(RB 5-03) 05.08.12
Después de ensalzar el valor de la obediencia como una concreción más del amor, que nos permite encarnar nuestros sublimes ideales en la prosaica realidad, a imitación de Cristo, la RB pasa a describirnos en qué consiste la obediencia.
En primer lugar reconoce que es algo arduo, y lo asemeja a la senda estrecha de la que nos habla Jesús en el sermón de la Montaña (Mt 7, 13-14): Es que les empuja el anhelo de subir a la vida eterna, y por eso eligen el camino estrecho del que dice el Señor: “Estrecha es la senda que conduce a la vida”. Y sin duda que esa estrechura es una gran verdad, pues no hay nada tan molesto como que nos contraríen, que nos cambien los planes que nos hemos hecho, que nos inviten a ir por caminos no elegidos por nosotros. Ante esto, quizá lo más importante no son las razones que se nos den, sino el saber asumirlo, tener motivos para acogerlo. El convivir en sociedad, junto con otros, nos presenta multitud de momentos en los que nos vemos obligados a obedecer. Y si bien la obediencia que requiere toda convivencia humana no es exactamente igual a una obediencia abrazada libremente como expresión religiosa, sí nos permite hacer un cierto camino existencial cuando es asumida como valor humano. El que no se ha ejercitado en esto termina siendo una persona de la que los demás se apartan, pues ¡cualquiera le dice nada o le lleva la contraria! Y quien en ello se ha ejercitado, resulta una persona con la que merece la pena vivir, pues está abierta a las necesidades y propuestas de los demás.
La RB nos recuerda el aspecto negativo y positivo de la obediencia: De manera que, no viviendo a su antojo, ni obedeciendo a sus propios gustos y deseos, sino que, caminando bajo el juicio y la voluntad de otro, viviendo en los cenobios, desean que los gobierne un abad. No cabe duda que los tales ponen en práctica la palabra del Señor, que dice: “No he venido para hacer mi voluntad, sino la de Aquel que me ha enviado”.
El aspecto negativo de la obediencia está en su dimensión de renuncia, mientras que su aspecto positivo está en que ha sido una elección personal y libre, eligiendo libremente seguir el camino al que se refiere el Señor, aunque sea estrecho. Libremente se ha aceptado obedecer a otros, por lo que se elige vivir en comunidad (cenobio), y no en soledad, para tener la misma experiencia del Maestro, que no vino a hacer su voluntad, sino la de Aquel que le envió. Así se cumplen las características que definen al cenobita según la RB: viven en un cenobio, bajo una regla y un abad.
Es curioso constatar cómo el camino monástico es un camino que nos lleva a la primera experiencia humana –la de la infancia-, pero después de un trabajoso viaje. El niño confía, obedece, se deja hacer, pero porque no puede hacer otra cosa, necesita de los otros y se abre a ellos. El adulto se siente más dueño de su destino, maneja la realidad y se ve señor de ella. Eso que le hace crecer como persona puede encerrarle al mismo tiempo en sí mismo, empobreciendo su existencia. El que ha trabajado por superar los estrechos límites de su yo, vuelve a vivir actitudes primeras pero de otra manera, de forma más libre y adulta, abriéndose a una obediencia receptiva capaz de amar y confiar en el otro. Nadie diría que un niño o un analfabeto se asemejan a alguien que ha terminado el doctorado por el simple hecho que ninguno de los dos va a la escuela, ya que uno no entró y el otro ya salió. Del mismo modo, son muy diferentes el niño y el que ha llegado a un estado de infancia espiritual, el auténtico predilecto del Señor, los sencillos de corazón. El distinguir esto nos puede ayudar para no confundirlo y para no asustarnos, pensando que vivir lo primero es renunciar a nuestro estado adulto, sin darnos cuenta que puede ser, precisamente, una meta y sublimación del mismo. Jesús nos lo dijo con claridad meridiana: Yo os aseguro: si no cambiáis y os hacéis como los niños, no entraréis en el Reino de los Cielos. Así pues, quien se haga pequeño como este niño, ése es el mayor en el Reino de los Cielos (Mt 18, 3-4). Es algo parecido a la invitación que hizo a Nicodemo a nacer de nuevo (Jn 3, 3).
Las opciones que tomamos no dependen tanto del exterior a nosotros como de nuestro interior. Para hacer un camino de obediencia no es tan importante el acierto o inteligencia de las personas con las que nos topamos, cuanto de una actitud interior que se mueve por otro tipo de motivaciones, respondiendo a unos valores que libremente se han abrazado, reconociendo una llamada del Espíritu que sutilmente actúa.
Por eso mismo, ni la obediencia a la regla, al abad o a la comunidad, son en sí mismos una garantía de haber hecho el camino interior. Al final de la vida es donde se expresa la autenticidad de ese camino. Aunque todos vivan bajo el mismo techo y hagan cosas parecidas, la última etapa de la vida se puede vivir de manera muy diferente, es ahí donde se van recogiendo los frutos de lo que hemos sembrado, la actitud del corazón que hemos trabajado, el gozo de una vida entregada.
Está claro que en esta vida nadie puede hacer el camino solo, necesitamos de los demás si no queremos extraviarnos en algún momento. El peregrino pregunta a los lugareños y se fía de ellos, sin que piense que por eso esté actuando como un niño. Preguntar a otros y fiarnos razonablemente de ellos nos va haciendo más receptivos, más confiados, más dispuestos a amar. Así como para calentar el agua necesitamos un puchero, pues de lo contrario el agua apagaría el fuego, así sucede también en nuestro camino monástico, podemos apagar el buen espíritu con el autoengaño si no tenemos mediaciones en la vida que nos ayuden a discernir y a concretizar la actitud de obediencia a Dios que hemos prometido.
San Benito comenzaba este capítulo de su Regla diciéndonos que el primer grado de la humildad es la obediencia pronta. La humildad es el fin principal del camino monástico. El humilde es el que tiene capacidad de escucha, el que deja que Dios asuma el señorío en su vida. El humilde ha vencido la tiranía de su ego olvidándose de sí mismo para vivir en Dios, unido y amando a todos en la entrega, el respeto y la mansedumbre. Pues bien, la humildad es algo más que torcer la cabeza, la humildad se abre paso por el camino concreto de la obediencia. Es el resultado de la práctica de la obediencia en una vida que nos da multitud de posibilidades para ejercitarla. Lo pronto o lentos que estemos a esta obediencia (a Dios, a los superiores, a los hermanos), así como lo mucho o poco que nos cueste, será el termómetro que mida lo sometido que tenemos a nuestro ego.
Es mucho lo que ofrecemos en nuestra obediencia, por lo que resulta castrante cuando aparece como una realidad opresora y no fruto de un amor que nos hace libres. Nosotros mismos nos amamos cuando damos con alegría lo que hemos decidido dar, pues sólo así encontramos la felicidad de una entrega que es fruto del amor libre y no el sometimiento frustrante a algo no verdaderamente querido. Esta obediencia no es una mera virtud moral, sino una decisión existencial, una relación de amor. El deseo de la virtud cosifica de alguna manera lo que pretendemos. La relación de amor esponja el espíritu y da alegría a la entrega. Cuando esto falta, hay que emplear mil argumentos antes de mandar algo difícil o se provoca una catástrofe cuando se contraría la voluntad del hermano que pide algo. Nuestra respuesta ante las cosas difíciles nos revela qué hay verdaderamente en nuestro corazón. Las cosas agradables y la bonanza de la vida no revelan nada. Dios quiere el corazón, nos quiere a nosotros, no a nuestras cosas. Ese corazón no muere, sino que perdurará más allá de la muerte.