LA OBEDIENCIA
(RB 5-01) 08.07.12
El término “obediencia” se deriva de oír, significa la actitud de escucha, la disponibilidad de escuchar al otro abriéndonos a su voluntad, pues en toda escucha atenta hay un deseo receptivo de acoger al otro (su persona, su pensamiento, su voluntad), sin que por ello quedemos anulados nosotros mismos. Es más un acto del corazón que del oído. Escuchar y obedecer vienen de la misma raíz etimológica. En latín, ob-audire y obeodire son dos vocablos muy próximos. En la literatura cristiana ambos términos se relacionan con la palabra hebrea shema, cuyo sentido primario es “escuchar”, y el secundario, “obedecer”: Pero mi pueblo no escuchó mi voz, Israel no quiso obedecer, decimos en el salmo 80.
Para el pueblo judío la esencia de la religión es escuchar y obedecer la voluntad divina que se tiene por revelada. El culto a Dios es la obediencia, y el pecado es esencialmente la desobediencia, como aparece reflejado en el primer pecado-tipo del paraíso. Y la voluntad divina se condensa principalísimamente en un mandato, el precepto del amor: amar a Dios con todo el corazón, con toda el alma, con todas las fuerzas, y al prójimo como a uno mismo. Esta idea central siempre se mantendrá en toda vivencia religiosa.
La vida de Jesús se presenta como una vida en obediencia a la voluntad del Padre, dejándose llevar a veces por caminos incomprensibles, pero siempre coherente con el mandato del amor sin violencia hasta sus últimas consecuencias. La obediencia de Jesús al Padre radica precisamente en mantener su mandato del amor hasta el final, conservando tal actitud en su recorrido por los caminos inescrutables de la vida, de las envidias y de los odios. Haber mantenido su actitud de amor hasta dejarse quitar la vida, es la victoria sobre el aparente triunfo del desamor (desobediencia radical a Dios) que impulsa a buscar la “muerte” de nuestros semejantes de muy diversas maneras.
Tanto el Evangelio como la RB resumen todas sus directrices en la obediencia como donación de amor. Pero hay que distinguir entre la obediencia a Dios y la obediencia a los hombres. Ambas realidades las vivimos hoy en dos planos un poco diferentes.
La obediencia a Dios plantea el problema de nuestro concepto de Dios y cómo entendemos que él manifiesta su voluntad. Hay quien tiene a Dios como un ser que está allá arriba y nos dicta su voluntad, dejándola caer sobre nosotros a través de los escritos sagrados. Aun aceptando esa imagen trascendente de Dios, surge el problema de cómo conocer rectamente su voluntad al habernos sido transmitida por una palabra revelada que necesariamente ha utilizado un lenguaje humano determinado por una cultura, un lugar, un tiempo y las peculiaridades propias del autor sagrado.
Hay otros que prefieren prescindir de esa imagen tan vertical de Dios y tan condicionada por un determinado contexto histórico y cultural. Para éstos, la voluntad de Dios es algo que recibimos más directamente, captando su presencia en un mundo hecho a su imagen y movido por su Espíritu, por lo que su voluntad late en el corazón de la humanidad, y se va expresando en la reflexión común, abierta a todos y con un recto discernimiento.
Hay quien reconoce válida la primera postura como la experiencia transmitida de nuestros antepasados, sobre cuyas raíces construimos nuestra propia cultura, pero que, al mismo tiempo, se siente libre de interpretar y enriquecer con la reflexión personal, también movida por el Espíritu que late en nuestro mundo y en la Iglesia. En este sentido la obediencia a Dios sería una actitud sincera de un corazón que busca en verdad y que quiere ser coherente con su conciencia, buscando en los libros sagrados, en lo que le transmiten las mediaciones y en su propia reflexión.
La obediencia a los hombres tiene otras connotaciones distintas, que revelan lo muy condicionados que estamos por nuestra cultura. Es significativo que en algunas épocas y culturas no se pongan en cuestión cosas que en otras resultan escandalosas, como puede ser la autoridad absoluta de los padres sobre los hijos, o de los líderes religiosos, o de la autoridad instituida, etc. Si eso es así, por algo será, hay algo que subyace en el pensamiento colectivo que nos lleva a tomar una actitud u otra.
Hoy puede resultar especialmente difícil aceptar el concepto de obediencia a otro cuando subyace el fantasma de la “sumisión”, que se ve como un atentado contra mi independencia y reafirmación personal. También puede resultar muy difícil aceptarla cuando subyace en el imaginario colectivo la pretensión liberadora de la lucha de clases, que se transforma en una búsqueda de poder para liberarme de otro poder opresor. Igualmente hay que tener en cuenta el propio proceso natural de madurez personal que tiene sus etapas por las que necesitamos pasar: desde la dependencia infantil a la desobediencia adolescente que necesita autoafirmarse, la dificultad de la juventud inexperta pero consciente de su potencial y la obediencia del que se siente más seguro de sí mismo o del que se siente motivado por otros valores que facilitan obedecer.
En condiciones normales, sin que haya injusticias ni opresiones dolosas por medio, a los que más les cuesta la obediencia es a los adolescentes, pues necesitan afirmar una personalidad incipiente que se está construyendo y que les impulsa a “matar” simbólicamente a sus padres y maestros para sentirse ellos mismos. Pero también a todo el que se siente inferior o acomplejado, pues es precisamente esa inferioridad o complejo el que le hace sentir la obediencia como una opresión que aún le hunde más. Esto equivaldría a una adolescencia prolongada en el tiempo, que no sabe de edades si no se ha resuelto interiormente.
Para poder aceptar la obediencia hay que darle un valor y unos contenidos. Querámoslo o no, es una realidad que nos acompañará en la vida, pues vivimos junto con otros, y eso supone una cesión de los propios derechos a favor del bien común, un proceso de sometimiento en la enseñanza, un reconocimiento de la autoridad instituida, etc. Pero la obediencia es verdaderamente valiosa y vivificante sólo cuando se vive desde la apertura al otro (oír y acoger) y se mueve por el amor, que no busca la muerte propia, sino la vida en el hecho mismo de su donación personal, algo que puede aparecer a ojos de muchos como muerte, aunque uno mismo no lo viva así. Por eso, un acto de obediencia, puede ser visto como sumisión cuando el interesado lo está viviendo en realidad como donación. El Evangelio nos invita a concretar la obediencia: No todo el que diga: ¡Señor, Señor! Entrará en el reino de los cielos, sino el que hace la voluntad de mi Padre que está en los cielos (Mt 7, 21). La RB también nos enseña un camino a seguir, poniéndonos la humildad y la obediencia como esos dos raíles que llevarán a una experiencia sincera del amor a aquellos que lo quieran transitar. Con razón los monjes antiguos valoraron mucho la obediencia en sí misma como un ejercicio psicológico y espiritual que permite liberar el bloqueo que el ego suele crear en nuestra voluntad, ese “muro de bronce” del que hablaba apa Poimén.