CUALES SON LOS INSTRUMENTOS DE LAS BUENAS OBRAS
(RB 4-02) 29.04.12
Llama la atención cómo San Benito empieza el capítulo cuarto de la Regla sobre los instrumentos de las buenas obras. Si se trata de dar unas herramientas para la vida monástica podría haber comenzado por aspectos típicos de nuestra vida y su observancia (oración, vida ascética,…). Pero no, comienza con los diez mandamientos. ¿Por qué? Muchas veces hemos oído que antes que monjes somos cristianos y antes, humanos. Yo no sé muy bien si hay que hablar de antes y después, pero lo que está claro es que nuestra forma de realizarnos como personas humanas va unida a la fe que nos sustenta y nos da una peculiar visión de nuestra humanidad; y nuestra fe se vive de una forma peculiar según la vocación concreta que hayamos recibido, pues la fe, como el amor, si no se concretiza no pasa de ser mera ilusión. Una fe carente de humanidad no vale para nada y una vida monástica que no sea “cristiana”, tampoco es válida para nosotros. Por eso San Benito empieza esta colección de instrumentos de las buenas obras del monje recordándonos los diez mandamientos.
El Decálogo es la parte que teníamos que cumplir de nuestro “contrato” sellado en la alianza del Sinaí, la forma como reconocemos que Dios es nuestro Dios y estamos dispuestos a vivir según sus decretos –yo seré vuestro Dios y vosotros seréis mi pueblo-, esa alianza que Jesús nos dijo no vino a romper, sino a llevar a su plenitud en un amor al prójimo que se entrega hasta el extremo. Cualquier intento de ser monje que se aparte de la alianza y de los mandamientos de Cristo, en defensa de una supuesta autenticidad, será cualquier cosa menos monacato cristiano. Pues aunque el monacato cristiano esté abierto a todo, busque entrar en comunión con los demás y se concretice en formas determinadas, nunca debe perder de vista sus raíces, cuya renuncia le puede dejar en una ideología o en un simple modo de vida.
El camino de la vida monástica que nos propone Benito de Nursia parte de la unidad entre Dios y el hombre, por lo que el primer instrumento será: Ante todo, amar al Señor Dios con todo el corazón, con toda el alma y con todas las fuerzas; después, al prójimo como a sí mismo. La vida comunitaria, bien lo sabemos, es un marco excepcional donde poder probar la autenticidad de nuestro camino. Aquí se prueba la autenticidad de nuestra búsqueda y amor a Dios, la autenticidad de nuestra vida interior, la autenticidad de nuestros buenos deseos y proyectos, la autenticidad de un amor humano que tenga unas raíces mucho más profundas que los meros sentimientos, cambiantes según nuestro estado de ánimo o la marcha de los acontecimientos. La vida monástica cenobítica favorece un ámbito propicio para la vida interior e interpela continuamente sobre la autenticidad de nuestros actos. Es ahí donde experimentamos nuestras luchas y nuestros gozos, donde palpamos la presencia y la ausencia de Dios, el gozo de la vida fraterna y el desconcierto ante ciertas actitudes. Todo ello nos permite conocernos y conocer al Dios de nuestro Señor Jesucristo que se revela en el prójimo, al que ya no sólo amamos por Dios, sino en Dios y viendo a Dios en él. Sin duda que hay otras muchas formas de seguir al Señor Jesús, pero nosotros nos hemos sentido atraídos fundamentalmente por ésta.
San Benito comienza esta lista de instrumentos con la idea que va a sustentar toda su obra: el amor. El inicio de todo es el amor a Dios. Pero, ¿qué es el amor?, podemos preguntarnos. Sin duda que se puede definir de muy diversas maneras, pero al final lo que interesa es su vivencia. El amor se define amando, nos viene a decir San Benito, de ahí el elenco de formas cómo amar desde lo concreto. El que ama es bondadoso, es humilde, actúa como el buen samaritano que interrumpe su viaje para cargar con las heridas del hermano y pone de su dinero para su curación -sin que le baste el no hacer daño a los otros-. El que ama se caracteriza porque sale de su ensimismamiento para estar atento a las necesidades ajenas y anticiparse. Sólo éste puede decirse que tenga un corazón dilatado, “católico” -universal, abierto a todos-. Pues difícilmente podemos tener una universalidad más allá de nuestros muros si antes no la tenemos dentro de ellos.
La razón primera y última de nuestros actos es Dios mismo o, si queremos expresarlo de otra manera, el amor. La motivación de nuestros actos es aún más importante que nuestros actos mismos. Si nuestra motivación está asentada sólidamente en ese amor que se nos ofrece, asumiremos todas las situaciones de la vida y la incomodidad de los hermanos de forma positiva, sabiéndonos gozar de las alegrías de una forma compartida.
La razón del amor con la que inicia San Benito su listado de instrumentos afecta a nuestra misma naturaleza, pues nuestra necesidad de amor es del todo evidente. De ahí la importancia de orientar acertadamente la motivación de nuestros actos. Alguien decía: “todo en nosotros es amor, o bien dirigido o desviado”. Ahogar nuestra necesidad de amor de forma egoísta en nosotros mismos es cerrarnos a Dios y a los hermanos. La razón de negarse a sí mismo está en esta línea: la apertura a los demás. “Un niño pequeño es digno de amor, pero él no sabe amar porque amar supone olvido de sí mismo”. Cuando nosotros hacemos la profesión monástica, no hacemos otra cosa que manifestar públicamente nuestro deseo de vivir ya no desde nosotros mismos, sino desde Dios y para Dios y los hombres. Otra cosa es que lo lleguemos a hacer verdaderamente.
A Dios hay que amarlo, se nos dice, con todo el corazón, con todas las fuerzas. ¡Qué decir! ¿Qué diríamos cada uno si nos preguntásemos? ¿En qué concretizamos ese “con todo el corazón, con todas las fuerzas”? Si decimos que es fácil amar a los que están lejos y difícil amar al hermano que está cerca, podríamos preguntarnos si no hacemos algo parecido con Dios. Es fácil amar a un Dios “lejano”, que no incomoda, pero difícil amar a uno cercano, que nos pide muestras de ese amor y entrega. Por ello, quizá, lo mantengamos a una cierta distancia cerrando el oído, interpretando interesadamente todo aquello que pueda parecer como “exigente” para no percatarnos de posibles llamadas incómodas. La apertura al hermano que nos pide el amor, la sensibilidad para estar atentos a lo que necesita, es la misma actitud que reclama el amor a Dios. Y estar atento a su llamada, no siempre coincidente con nuestros deseos, a veces con apariencia de bondad.
Esa llamada se especifica en el resto de los mandamientos: Después, no matar, no cometer adulterio, no robar, no codiciar, no levantar falso testimonio, honrar a todos los hombres, y no hacer a otro lo que uno no desea que le hagan a sí mismo, es decir, no hacer daño a nadie. Pero aún se nos dice algo más: honrar a todos los hombres. Sí, honrar a todos, y no sólo a los que me caen bien. El mandamiento dirigido a los padres (“honrarás a tu padre y a tu madre”) se aplica en este capítulo a todos los hombres. Y honrar significa algo más que respetar, significa, según el diccionario, “enaltecer su mérito, dar honor o celebridad”, pues el amor no se contenta con no hacer el mal, sino que busca el bien. Quien busca positivamente honrar a los demás está diciendo mucho sobre el estado espiritual en que se encuentra. Quien evita hacer el mal muestra sensibilidad por crear un ámbito de convivencia. Es la mínima ley que tenemos que cumplir para poder vivir juntos armoniosamente, evitando las guerras que provoca la injusticia. A fin de cuentas es un mandamiento que repercute en nuestro beneficio, evitando disputas inútiles. Quien busca hacer el bien, manifiesta que se siente impulsado por el mandato nuevo del Maestro del amor mutuo. Pero quien, además, busca honrar a sus hermanos, reconociéndoles su mérito, honor y bondad, está manifestando que ha hecho un camino interior importante, que ha purificado su corazón de la envidia y del egoísmo, que tiene un corazón desacomplejado y libre, un corazón que se siente unido a los otros sabiéndose un cuerpo con ellos, y por eso es capaz de ver las cualidades de los demás como propias, sintiéndose orgulloso de ellas. Con razón San Benito dice que hay que “honrar” a todos los hombres como a los padres, pues sólo el sentimiento paterno-filial nos hace sentir como propias las virtudes del padre y del hijo. Es la bondadosa mirada de Dios Padre para con todos los hombres, mirada de la que estamos llamados a participar.