CUALES SON LOS INSTRUMENTOS DE LAS BUENAS OBRAS
(RB 4-01) 22.04.12
Los monjes antiguos se referían a su estilo de vida como un camino ascético. Para Evagrio era la “vida práctica”, eso que después se ha dado en llamar ascesis con un sentido un tanto negativo por lo que conlleva de privación o renuncia a uno mismo. Toda regla de vida tiene una doctrina ascética que indica el modo cómo hay que conducirse y las prácticas en las que hay que ejercitarse para alcanzar el fin que se pretende. No se trata de pagar tributo alguno ni de negarse a sí mismo porque sí. Pero tampoco hay que ser tan iluso como para pensar que las cosas caen del cielo sin más. Aunque todo se recibe como gracia, nada puede la gracia sin el empeño por hacerla fructificar. Es la iniciación en un camino que primero está más centrado en uno mismo y luego va cambiando en la medida en la que se entra en la relación con el tú de Dios. Por eso, los instrumentos a usar terminan tomando formas diferentes y a veces incomprensibles para los que no conocen la vivencia personal del que los utiliza. En estos casos se puede hablar de exageraciones, de falta de equilibrio, etc., sin saber de lo que hablamos, pues desconocemos la vivencia interior del que así actúa. Y, por el contrario, quien pretende utilizar determinados instrumentos sin una sincera relación con el tú de Dios, no pasará de un narcisismo estéril por muy exigente que parezca.
San Benito fija las líneas generales de su doctrina ascética -el ejercicio principal de la vida monástica- en los capítulos 4 al 7. En ellos nos habla de los instrumentos de las buenas obras (4), la obediencia (5), la taciturnidad o silencio (6) y la humildad (7).
No debemos perder de vista que una regla monástica no es un tratado ascético-espiritual. Simplemente resalta algunos aspectos que se consideran necesarios para alcanzar el fin que se pretende y organizar la vida que se desea vivir. Por eso San Benito remite al final de su regla a la Escritura y a los escritos de los Padres para buscar en ellos una doctrina más completa.
El capítulo 4 recoge un conjunto de 74 máximas breves –una más que capítulos tiene la RB-, que pudieran parecer un aglomerado de dichos, pero que tienen su cierta lógica y sirven de anticipo a los capítulos 5, 6 y 7. Algún autor, incluso, llega a pensar que “los capítulos sobre la obediencia, el silencio y la humildad no hacen más que desarrollar y elaborar ciertos instrumentos de las buenas obras”. Además, los capítulos de la obediencia, la taciturnidad y la humildad están íntimamente relacionados. Así se nos dice, por ejemplo, que la obediencia es el primer grado de la humildad (RB 5, 1); que la taciturnidad es una forma de ejercitar la humildad (RB 6, 1); que hay que hablar al superior con toda humildad (RB 6, 7); la renuncia a la propia voluntad para abrazar la obediencia es el tema más relevante de los cuatro primeros grados de la humildad; y la taciturnidad aparece en el cuarto grado y constituye la materia propia del noveno, el décimo y el undécimo; etc. Pero entre estas tres virtudes del monacato benedictino destaca indudablemente la humildad. Si la soberbia es la madre de todos los vicios, nos recuerda la tradición y la misma Escritura -pues Dios resiste a los soberbios-, la humildad es la madre de todas las virtudes, pues prepara el propio corazón, predispone la bondad de Dios -que da su gracia a los humildes- y favorece enormemente la vida comunitaria, provocando buenos sentimientos en los hermanos. La humildad es la que da todo su valor a una obediencia auténtica y a una taciturnidad verdadera. Se puede obedecer y callar por múltiples motivos, pero sólo producen efectos espiritualmente saludables si son fruto de la humildad.
La forma de sentencia en que está escrito este capítulo, recuerda mucho a esos métodos de enseñanza que pretenden que el discípulo memorice de forma sencilla para que los conceptos sean mejor retenidos en la memoria. Es una práctica muy común que ha tenido sus diversas modalidades, como en el catecismo antiguo de los jesuitas Astete y Ripalda. La misma liturgia busca sintetizar las ideas centrales de nuestra fe, por eso decimos que ella misma es formativa. Y en las instrucciones bautismales desde San Pirminio y San Bonifacio, encontramos que a los catecúmenos se les daba la doctrina en forma de sentencias. Si, por otro lado, San Benito dice que la vida del monje debe ser una continua cuaresma, tiempo genuinamente catecumenal, preparatorio para la Pascua, donde se recibe el bautismo y se renuevan las promesas bautismales, bien se pueden acoger estos instrumentos de las buenas obras como un vademecum de la doctrina cristiana y monástica. No por casualidad empiezan esos instrumentos con los mandamientos de la ley de Dios.
El primer instrumento es “amar al Señor Dios con todo el corazón, con toda el alma y con todas las fuerzas”, seguido del amor al prójimo; el último es “jamás desesperar de la misericordia de Dios”. Si el amor es el mejor mandato, el que más estimula, el que nos puede abrir a buenos propósitos, frecuentemente no realizados, confiar en la misericordia divina nos permite reencontrarnos con ese amor incondicional que experimentamos después de constatar que no damos la talla, que nos han faltado coherencia y fidelidad, haciendo de esos instrumentos de las buenas obras un ejercicio en el amor y no un catálogo de perfección.
El amor está al comienzo de todo camino espiritual. Podemos filosofar sobre qué es el amor, lo cual es un ejercicio que estimula las neuronas, pero bien sabemos que el amor sin obras es un puro entretenimiento consolador y engañoso. San Benito no se detiene a reflexionar sobre el amor, simplemente acepta la máxima evangélica y nos propone múltiples formas de expresar concretamente ese amor. Quien las ejercita sabrá verdaderamente lo que significa que Dios es Amor. El manoseo que hoy se hace de la palabra “amor” ya lo conocemos. En ámbitos seculares y religiosos no pasa, muchas veces, de ser un puro sentimiento. De ahí la falta de consistencia de nuestro amor, que ante cualquier adversidad se hunde, pues al estar tan centrado en sí mismo, cuando los sentimientos de la persona no son colmados o exige una salida de sí, el supuesto amor se viene abajo con nosotros mismos. Lo vemos en las rupturas afectivas y el uso del otro en mi propio provecho, pero también lo vemos en muchas crisis religiosas que ponen a prueba la autenticidad de nuestra búsqueda en el amor.
Si en algo se caracteriza el amor es la salida de sí mismo. En los instrumentos de las buenas obras se nos habla del dominio personal, pero sobre todo se explaya en aquello que beneficia a los demás, de una manera u otra. Decir que amamos y no estar dispuestos a salir de nosotros mismos es un gran engaño. Decir que amamos y crearnos una burbuja sin importarnos los demás activamente, salvo cuando se relacionan con nosotros, es otro engaño, pues no se parece esto en nada al Amor que se sintió impulsado a salir para venir a nosotros sin aferrarse a su condición divina. Sensibilidad hacia los cercanos y hacia los que no están tan cerca. Sensibilidad hacia todo sufrimiento humano, buscando qué es lo que yo podría hacer para aminorarlo.
Pero, como decía, ese amor que debe estar en el principio de todo camino auténtico, lo encontramos también al final. Para Casiano hay tres causas que nos frenan ante el pecado y nos impulsan a actuar bien: el temor a la pena aquí y en la otra vida; la esperanza o el deseo del Reino y el amor a la virtud misma. Quizá son tres motivos que llevan a lo mismo, pero no de la misma manera. Es muy distinto estar movidos por el temor, que estarlo por el deseo de perfección o estarlo por el amor, gratuito en sí mismo. El temor y el deseo de perfección carecen de horizonte y viven o mueren en el resultado de nuestros actos, si bien el deseo está movido por una esperanza abierta a un futuro incierto, pero cierto desde la fe. El amor, sin embargo, encuentra siempre la meta, pues la tiene en sí mismo.
No sabemos a ciencia cierta quién pudo componer este elenco de buenas obras. Si lo hizo el mismo San Benito, seguro que tuvo delante algunas fuentes, pues de haber salido todo de una pluma monacal, se hubiera insistido mucho más en aspectos típicamente monásticos que no aparecen con especial relevancia. Hoy ya se han identificado esas fuentes, pero es mejor que vayamos al contenido mismo de la doctrina que la RB nos presenta.