CÓMO DEBE SER EL ABAD
(RB 2-07) 05.02.12
La unidad en una comunidad no se consigue por la uniformidad en todo ni por un igualitarismo que se olvida de las diversas necesidades de cada uno, sino que surge cuando se tiene un ideal común, se dispone de una fuerza para realizarlo y se cultiva una justa equidad entre sus miembros. Es necesario tener un proyecto común, un ideal que aglutine a sus miembros, una fuerza que los empuje en una misma dirección (el Espíritu, el amor) y una vivencia de la justicia, que es dar a cada uno lo que le corresponde. Ahora bien toda justicia debe tener unos parámetros sobre los que guiarse. Si fuéramos una empresa, los parámetros estarían en función de la eficacia de cada cual y su productividad. Pero entre los miembros de una comunidad hay otros elementos de medida que están más en el ser que en el hacer, en las actitudes del corazón que en la mera capacidad personal. En este sentido, la Regla hace un esfuerzo por guiarse desde el corazón de Dios tal y como nos lo presenta el evangelio: “Dios da su gracia a los humildes y se revela a los sencillos de corazón”. Y así como Dios muestra en éstos su predilección, así también el abad debe preferirlos.
San Benito continúa recordando al abad otra misión que es más desagradable, pero de la cual no se puede zafar, es la misión de corregir: En su magisterio debe imitar el abad el modelo del Apóstol, cuando dice “Reprende, exhorta, amonesta”. Es decir, que combinando tiempos y circunstancias, rigor y dulzura, muestre ora severidad de maestro, ora bondad de padre; o sea, debe reprender duramente a los indisciplinados y a los turbulentos; a los obedientes, en cambio, a los pacíficos y a los sufridos debe exhortarlos a que progresen más y más; en cuanto a los negligentes y a los despectivos, le amonestamos que los reprenda y los castigue.
“Reprende, exhorta, amonesta”, son las tres recomendaciones que hace San Pablo a Timoteo para ejercer su misión pastoral. Para la Escritura es una maldición el no ser corregido y una bendición el ser corregido: Dichoso el hombre al que corrige Dios (Sal 93,12), pues el no corregir es signo de falta de aprecio, por eso un padre corrige a su hijo cuando lo ama (cf. Heb 12,4-13). El amor paternal maduro es capaz de superar las dependencias afectivas o los miedos que frenan la necesaria corrección. Busca ante todo el bien del otro, postergando los propios sentimientos o bienestar afectivo. Es capaz de arriesgar, preocupado más del crecimiento del hijo que de evitar a toda costa que se vaya de casa o se enfade. La gran dificultad de algunos padres es que no corrigen a sus hijos porque apenas los ven, y cuando los ven no tienen ganas de hacerlo, pues creen que perderán su afecto si actúan así en el poco rato que están con ellos. Esa es una visión claramente egoísta que se centra en el padre y se olvida del bien del hijo. Pero también es una realidad que nos puede afectar a todos.
Por otro lado, hay quien cree que corrige, pero lo único que hace es protestar por todo lo que no le gusta y echárselo en cara al hermano si le considera más débil, o criticándole por detrás si es que lo considera más fuerte. Pero también sucede con frecuencia que no corregimos para evitar perder los afectos y estar tranquilos. Esta forma de actuar es demasiado egocéntrica. En el primer caso porque protestamos contra lo que nos molesta. En el segundo, porque buscamos nuestra tranquilidad. Ambos casos no tienen nada que ver con la corrección que brota del amor al hermano, que desea su bien, que sufre por el mal que él, y no yo, pueda padecer.
Corregir siempre es desagradable, por muy elegantemente que se haga. En cualquier caso San Benito recuerda al abad que lo haga, no sólo olvidándose de sí mismo –asumiendo las “consecuencias” afectivas que ello pueda acarrearle-, sino que además le dice que lo debe hacer adaptándose a cada hermano y buscando el momento oportuno: unas veces con amabilidad, otras con rigidez; unas mostrándose exigente, otras de forma entrañable. Todo en función de la persona, de su actitud indisciplinada y despectiva o humilde y paciente. Esto es algo muy inteligente y que suena a autenticidad, lejos de la actitud interesada e individualista que pretende justificar su inacción diciendo que “cada uno somos hijos de nuestro padre y de nuestra madre”, que no se puede atentar contra la dignidad de la persona humillándola con la corrección, que se debe respetar a cada uno en lo que haga,… Esto sí resulta más sospechoso.
En la corrección que propone San Benito el centro no soy yo, sino el prójimo, y pide al abad sea él quien se adapte al hermano y no al revés. Esta actitud de adaptación puede generar también cierta confusión entre los hermanos e incluso puede suscitar celos o incomprensión. Si uno es muy pacífico, quizá le sorprenda la corrección firme que se hace a otro, sin darse cuenta que cada uno responde de manera diferente. O al revés, podemos preguntarnos por qué con aquél se actúa de una manera que no se hace conmigo. En fin, el abad deberá adaptarse a las personas y a los momentos particulares por los que está pasando cada hermano, ya que no se puede actuar lo mismo en tiempo de crisis y confusión que cuando se intuye una llamada interior más intensa y una capacidad de responder, ni es lo mismo encontrarse en un estado de ánimo u otro.
Es sabio no corregir cuando uno mismo está airado; más vale serenarse primero, pues de lo contrario la corrección sonaría más a exabrupto y venganza que a otra cosa. Es sabio separar el enojo personal de la objetividad del hecho. Es sabio no corregir cuando el hermano no está en disposición de escuchar. La corrección que no se hace con amor, es decir, fijándose más en el otro, sólo consigue exasperar.
Pero no se puede esperar del abad perfección y ecuanimidad total, pues él mismo es frágil y tiene sus propios sentimientos. Sentimientos personales y, a veces, dolor acumulado de actitudes injustas de unos hermanos para con otros. Es fácil perdonar cualquier desliz, pues todos somos pecadores, pero cuando la actitud negativa de alguno hace sufrir mucho a otros, no es de extrañar que el abad tenga un peso acumulado que pueda estallar en determinados momentos por ser la gota que rebosa el vaso. A fin de cuentas era una gota, podrá decir el observador casual, pero era la gota que hizo rebosar el vaso. Son comprensibles las expresiones enérgicas que San Benito manifiesta algunas veces en su Regla, sin duda debido a experiencias poco gratas que pudo tener.
La corrección es algo que compete a toda la comunidad. Si una máquina no es engrasada, si no se la limpia de vez en cuando, dejará de funcionar. Lo mismo les sucede a las comunidades y a las personas. Es importante ver la corrección como algo positivo, que nos ayuda a conocernos y a sacar lo mejor que hay dentro de nosotros. El que asume la corrección, crece, el que la rechaza, se empobrece. Hoy somos especialmente sensibles y susceptibles. Se puede reaccionar bien, acogiendo lo que se nos dice, o se puede reaccionar mal de múltiples maneras, según sea nuestro carácter: a veces se manifiesta un enfado menor, otras un enfado desproporcionado, otras se pasa al ataque ante la corrección, otras se marcha el corregido gesticulando sin escuchar, otras se hacen “pucheros” o se pone cara de mártir, otras se chantajea emocionalmente o amenazando con la huida, otras desviamos la corrección a los demás (“otros lo hacen peor”), otras se culpa a todos (“aquí ya no hay quien aguante”, “me siento perseguido”),… En fin, hay muchísimas formas de reaccionar negativamente, todo depende del carácter y el momento de cada cual, pero uno y el mismo es su origen.
A veces podemos parecer como niños mimados que necesitan protección ante la dureza de la vida. Quizá estemos poco curtidos y por eso somos tan refractarios a la corrección. Alguno puede pensar que tiempos antiguos eran más auténticos y generosos por la docilidad que se mostraba ante la autoridad. Yo no lo sé. Lo que sí me parece es que es fundamental la motivación que tengamos ante las adversidades de la vida o la incomodidad de las correcciones. Hay quien las vive como si le anularan como persona, con sentimiento de culpabilidad o complejo de inferioridad. Es más inteligente afrontar las cosas que nos vienen no como algo que nos “cae” y debemos soportar como mejor podamos, sino como algo que podemos acoger encontrando en ello un valor y oportunidad de crecimiento.