CÓMO DEBE SER EL ABAD
(RB 2-01) 06.11.11
Hemos visto cómo el Prólogo de la Regla de San Benito sitúa el tema esencial de la vida monástica en una llamada, una escucha y una respuesta al seguimiento de Jesús. Después, en su capítulo primero, pasa a fijarse en el tipo de monjes que él desea y a los que se dirige –los cenobitas-. Ahora, en el capítulo segundo, San Benito se detiene en la figura del abad, que para él es una pieza clave en la comunidad. Nos dice “cómo debe ser el abad”, y con ello nos desvela su concepto de autoridad monástica
El concepto de autoridad que se ha tenido en cada momento de la historia ha estado influenciado por los esquemas culturales imperantes. El año 313 fue crucial en la historia de la Iglesia. Es el año en que el emperador Constantino proclamó el conocido “Edicto de Milán” por el que se decreta la paz para la Iglesia y la conclusión de toda persecución. Ese mismo año un sacerdote llamado Arrio es encargado de la Iglesia de Baukalis en Alejandría y difunde su predicación. A Arrio le costaba admitir el monoteísmo de Dios-Trino y cayó en la herejía de defender una visión tan “unitaria” de Dios que rechazaba en la práctica la divinidad del Hijo (Verbo) y del Espíritu y, con ello, la relación dentro de la Trinidad en igualdad. Esto tuvo sus consecuencias políticas, pues el emperador Constantino deseaba se reconociera su poder “único”, piramidal, venido del mismo Dios, sin sombra alguna. Lógicamente, si Dios es relación en su misma esencia divina, podría ser cuestionada esa visión político-religiosa del poder supremo del emperador, único e indiscutible, se vería empujado a desempeñar también una autoridad “en relación”. Además, él se sentía representante de Dios en la tierra y fue aclamado como un alter Christus, preludio del Señor triunfante que vendrá para la instauración de su reino, siendo Cristo –para Arrio- la “creatura” más excelsa. Si a ello unimos el pensamiento neoplatónico -también él piramidal- que había sentado escuela en ese tiempo, no nos debe extrañar que el mismo Constantino prefiriese el arrianismo, a pesar de su condenación en el Concilio de Nicea. De hecho desde Constantino a Teodosio todos los emperadores –salvo Juliano el Apóstata- fueran arrianos.
Lógicamente no podemos encontrar en eso el origen de la autoridad dentro de la Iglesia, pero sería ilusorio pensar que los cristianos viven sin ser afectados por el pensamiento imperante. A lo largo de la historia lo hemos visto múltiples veces. Hoy también sucede lo mismo, influenciándonos la sensibilidad y el pensamiento actual, muy entremezclado por culturas diversas y distantes que se globalizan rápidamente con los medios actuales de comunicación.
Además de esas influencias más inmediatas, debemos hacer un esfuerzo por encontrar fundamentos teológicos y bíblicos que sustenten nuestros principios y nos ayuden a comprender una realidad humana que, en sí misma, es reflejo y portadora del Espíritu de Dios. Al mismo tiempo necesitamos la luz de ese mismo Espíritu para profundizar en otro tipo de comprensión, esa luz que el Espíritu nos ofrece a través de los hagiógrafos, personas carismáticas y estudiosas que iluminan nuestra reflexión y nuestra fe.
Aplicado a nuestra realidad actual, podemos ver en la democracia -en cuanto implicación de todos y no mera lucha de fuerzas para alcanzar mayorías- un reflejo de la comunión divina, sin que ésta quede reducida a aquella. Por eso, el concepto de autoridad debiera superar esquemas muy verticales que se alejan de la realidad bíblica, una realidad que exige la fe y la aceptación de los diversos carismas y misiones dados para el bien común del pueblo de Dios. La verdadera autoridad la tiene el Espíritu divino que gobierna la Iglesia. A él debemos estar todos sometidos. Ese Espíritu se manifiesta en la comunidad, pero el mismo Espíritu distribuye los carismas según le parece, siendo uno de ellos el de la autoridad, abierta siempre a discernir su presencia en medio de los hermanos.
La palabra “abad” es un término que fue muy utilizado en el mundo monástico (los “Abbas” o padres del desierto). Pero resulta sorprendente eso mismo cuando sabemos que la palabra abba (papá) que utiliza Jesús, sólo es aplicado a Dios Padre en el NT: “recibisteis un espíritu de hijos adoptivos que nos hace exclamar: ¡Abba, Padre! (Rm 8, 15), y, además, el mismo Jesús nos manda que nadie se deje llamar “padre” en la tierra, pues uno solo es nuestro Padre, el del cielo. No me voy a detener en esto, pues hay opiniones para todos los gustos, e incluso con ello se podría justificar que no se enseñe a los niños a decir papá. Baste recordar lo que decía San Jerónimo en su juventud: “Siendo así que abba en lengua hebrea y siríaca significa ‘padre’ y nuestro Señor en el Evangelio ordena que a nadie debe llamarse ‘padre’ más que a Dios, no sé con qué licencia en los monasterios llamamos a otros o nos dejamos llamar nosotros mismos con ese nombre”. Y también Pacomio, el padre del cenobitismo, afirmaba: “Jamás pensé que yo era el padre de los hermanos, pues sólo Dios es padre”. Sin embargo, lejos de impedir el uso de dicho término, siguió empleándose con profusión, incluso por los autores citados, y no digamos por San Benito. Y es que el mismo motivo que tenían para sentir vergüenza de aplicar dicho término a cualquier humano, es lo que les hace reconocer la presencia de Dios en el carisma recibido. El abba del desierto no tenía un sentido de jerarquía o autoridad propiamente dicho, sino que se caracterizaba por su dimensión espiritual, era un padre espiritual, no un mero administrador. El abba era el anciano que, dejándose hacer y llevar por el espíritu de Dios, ayudaba a “parir” ese espíritu en los discípulos. Era el pneumatophoros o portador del Espíritu, poseedor del carisma de discernimiento de espíritus. Pero la verdad es que dicho término no tardaría en emplearse como un título honorífico.
El capítulo segundo de la RB comienza ya con una doble advertencia para el abad: El abad que es digno de regir un monasterio debe acordarse siempre del título que se le da y cumplir con sus propias obras su nombre de superior. San Benito no quiere que el servicio abacial sea un título que se consigue y “del que se vive”. El que lo lleva tiene que ser “digno”, no debe olvidarse de lo que es y debe actuar en consecuencia. Lo de la dignidad ya es una buena carga que cuelga del abad. ¿Quién se puede considerar digno de serlo? ¿En qué consiste esa dignidad? Quizá una persona pueda ser buena, pero nadie es merecedor de los dones gratuitos de Dios, pues en caso contrario dejarían de ser gratuitos para ser merecidos. Quizá la verdadera dignidad resida en no olvidarse nunca que al final no somos nosotros, sino el Señor el que guía y enseña a su pueblo. Él sí es digno. A nosotros nos basta no emborronar esa dignidad y dejarla actuar, no ocultar su presencia ante los demás, no “estorbar”. Es una verdadera ilusión que el que es enviado se atribuya las prerrogativas del que lo envió. Quizá ahí radique algunos de los fallos en la vivencia de esa “dignidad” abacial y se confundan las alabanzas debidas a Dios como debidas a uno mismo, mientras que las injurias que se puedan recibir las consideramos atribuibles a Dios, con lo que se justifica una reacción exageradamente airada. Acordarse siempre del título abacial no significa gran cosa, lo importante es qué modelo abacial tenemos, pues según sea ese modelo, así llevará su representatividad el abad y así le respetarán los hermanos.