LAS CLASES DE MONJES
(RB 1-04) 30.10.11
Si para San Benito los sarabaítas eran malos, el concepto que tiene de los giróvagos es mucho peor, y aunque se propone no hablar de ellos, no renuncia a mencionarlos, si bien los despacha rápidamente, sin caer en el exceso de la Regla del Maestro, que les dedica varias páginas para satirizarlos, hablándonos de sus imposturas. Eran personas que iban de monasterio en monasterio aprovechándose de la hospitalidad de los monjes y la especial atención que se tenía los primeros días para con los peregrinos, hasta que se les invitaba a trabajar si su estancia se prolongaba, momento que consideraban oportuno para despedirse, yendo en busca de otro monasterio. Vivían de lo que les daban, sin oficio ni beneficio, como mendigos que no quieren sujetarse a nadie ni les interesa un trabajo estable. San Benito se limita a decir de ellos: El cuarto género de monjes es el de los llamados giróvagos, porque su vida entera se la pasan viajando por diversas regiones, hospedándose durante tres o cuatro días en los distintos monasterios, siempre vagando y nunca quietos, sirviendo a sus propios deseos y a los deleites de la gula, y en todo peores que los sarabaítas. Acerca del miserable estilo de vida de todos ellos, vale más callar que hablar.
Sin duda que hubo más de un monje giróvago poco edificante que fue la causa de tantas críticas. Sin embargo, para algunos era un valioso ideal de vida con el que pretendían imitar a Jesús que no tuvo dónde reclinar su cabeza, viviendo en una continua “misión”, alejados voluntariamente de su tierra (xeniteia). Pero, a pesar de todo, levantaron sospecha desde el principio. Así, la Didajé, que es uno de los escritos cristianos más antiguos, decía que los que llegaban a una comunidad, si se quedaban más de dos días, se les diera trabajo. Y San Pablo también nos dice que el que no trabaje que no coma.
Por otro lado, lo que en una época y contexto parece que tiene sentido, en otra carece del mismo. Así, por ejemplo, hubo un tiempo en el que las órdenes “mendicantes” causaron furor con un estilo de vida itinerante y una pobreza basada en la mendicidad, algo que hoy nos resultaría incómodo, prefiriendo vivir la pobreza ganándonos el pan con nuestras propias manos.
Excesos siempre ha habido, y lo que inicialmente es bueno puede deformarse. Pero está claro que cuanto menos control se tiene de una cosa, más fácilmente puede degenerar. Quizá sea éste el peligro principal que vea San Benito, pues los giróvagos no se sujetaban a autoridad alguna que les pudiera contrastar, y fácilmente podían ser presa de sus caprichos personales o de su inestabilidad sicológica o emocional. Quien así vive se sitúa en una nube ilusoria desde donde se siente movido a dar unos consejos que él no practica. Quien va de un sitio para otro puede hablar maravillas, dando consejos y pasando por virtuoso, pues nadie le conoce más que por lo que él cuenta de sí, que no suelen ser cosas malas. Quien tiene labia y va de visita portando una aureola piadosa, fácilmente engaña a los demás y la ingenuidad de éstos le termina engañando a sí mismo, creyéndose lo que dice aunque no lo viva. Pero cuando se está viviendo con otros, con una simple mirada nos pueden hacer enrojecer y tomar conciencia de la distancia que hay entre lo que decimos y lo que hacemos, constatando nuestra propia dificultad en alcanzar aquello que anhelamos.
El gran peligro de la inestabilidad es que fomenta la ilusión, dejándonos en nuestros pensamientos y buenos deseos. Quien opta por una vida inestable, andando de un sitio para otro sin comprometerse, carece de la continuidad necesaria para construir nada. No basta con saber o hablar, necesitamos tiempo para hacer y hacernos. Esa es una realidad que vale para todos los estados de vida y todas las empresas que comencemos. Si San Benito arremete contra los giróvagos no es porque viajaran durante toda la vida o se hospedaran durante tres o cuatro días en los monasterios, sino porque tal forma de vida fomentaba una voluntad caprichosa y autocomplaciente. Todo camino valioso requiere constancia y acoger los momentos difíciles como acogemos los agradables. Este reto lo tenemos constantemente a lo largo de nuestra vida: la perseverancia en la fe y en la vocación, el trabajo por el conocimiento de sí mismo, el crecimiento en el amor con los hermanos concretos con los que me toca vivir, la constancia en los trabajos comenzados o en el desarrollo de nuestras cualidades, etc. Es una gran tentación buscar sólo lo que nos agrada y dejar de lado lo que nos molesta, aunque lo hagamos con supuestas razones “evidentes” o “espirituales” para tranquilizar nuestras conciencias.
Hoy vivimos en una cultura más inestable y móvil, no sólo localmente, sino ideológica y espiritualmente. Toda opinión puede ser interpelada por los demás, generando un halo de relativismo y temporalidad que todo lo abarca. Si la desaparición de ciertos valores deja sin agarraderas a no pocos, aún se agrava más en una cultura que prioriza los sentimientos, haciendo experimentar con crudeza una vida frágil y cambiante. Es cierto que la estabilidad en sí misma no tiene porqué ser buena, y menos todavía la mera estabilidad física, pues de poco vale el estar quietos si la cabeza y el corazón están en continuo vaivén, y peor todavía si la estabilidad se convierte en una seguridad acomodada poco evangélica. Pero así como el inmovilismo paraliza, así también la falta de estabilidad dificulta afrontar hasta el fondo nuestra propia vida. Tradicionalmente se valora el don de la perseverancia, no como empecinamiento en una postura tomada, sino como signo de una cierta madurez que sabe afrontar los momentos difíciles y confusos sin rehuir las dificultades. Es quizá por esto por lo que la RB rechaza un “girovagismo” que da pocas garantías y puede fomentar actitudes caprichosas.
Esto tiene una evidente aplicación práctica en nuestra vida. Se nos pide la perseverancia en la conversatio que hemos abrazado. A los inicios de la vida monástica hay una dispersión natural en la que vamos conociendo y conociéndonos, pero es una dispersión inquieta que nos estimula en la búsqueda dejándonos acompañar. El mayor peligro viene cuando se tiene ya asumida una cierta estabilidad, una cierta seguridad personal que puede llevar a un individualismo que no admite ser interpelado por los demás.
No siempre es fácil discernir entre las mociones del Espíritu y nuestros propios antojos e ilusiones. El Espíritu es muy libre de suscitar en cada uno de nosotros lo que le parezca, pero mientras tanto a nosotros nos toca profundizar en lo que ya tenemos, en la enseñanza de San Benito y su advertencia sobre una falta de perseverancia en la conversatio expresada en la dispersión física o espiritual.
La preocupación última de San Benito en este capítulo es discernir la actitud del corazón en la búsqueda de Dios. Al final todo se reduce a una respuesta personal, pero hay ciertos medios que ayudan más que otros. Él ve en la vida cenobítica una garantía importante contra los engaños y un estímulo que no solo anima en los comienzos con un acompañamiento, sino que estimula en la meseta de la vida con la corrección fraterna y el ejemplo y ayuda de los hermanos. Pero nada podemos hacer sin la gracia divina. Nunca pasará de moda pedir la gracia de la perseverancia en el camino que hemos comenzado llevados por el Espíritu.