LAS CLASES DE MONJES
(RB 1-02) 04.09.11
Después de presentarnos el primer género de monjes, el de los cenobitas, San Benito se fija en el segundo, el de los que han optado por vivir en soledad consigo mismos, los llamados ermitaños o anacoretas. Hablar hoy de los anacoretas o ermitaños parece raro, pues no son tan comunes, y los que viven en las ermitas no pasan de ser santeros. El ermitaño, sin embargo, ha sido un estilo de vida siempre valorado entre las personas más espirituales. Ermitaño y anacoreta son dos términos similares de origen griego que hacen alusión a la soledad del desierto (eremus) y a la vida recluida o retirada (ana-coreta). Es un género de vida que San Benito valoraba mucho, y que él mismo experimentó, pero curiosamente no se para a legislar para ellos.
Quizá San Benito sintió tan fuertemente el don de la paternidad espiritual, que todo su empeño era guiar a otros. De hecho comienza y termina su Regla recordando que no pretende más que crear una escuela donde poder aprender los que no saben, quizá también perezosos, relajados y negligentes, pero con la esperanza que esa mínima “regla de iniciación” les sirva para ir creciendo a través de la escucha del corazón. Consciente de esto deja que los curtidos, sabios y diligentes anacoretas sigan su camino, volviéndose él a los monjes no tan brillantes, para que con la ayuda de la comunidad puedan realizar su propia andadura.
Nos dice la Regla: El segundo género es el de los anacoretas, es decir, de los ermitaños. Son aquellos que no por un fervor novato en la vida monástica, sino por una larga prueba en el monasterio, aprendieron a luchar contra el diablo, ya formados con la ayuda de muchos, y, bien entrenados en la hueste de sus hermanos para el combate solitario en el desierto, ya seguros sin el socorro ajeno, sólo con su mano y su brazo, se bastan con el auxilio de Dios para combatir contra los vicios de la carne y de los pensamientos.
Con frecuencia los que no conocen la vida monástica la idealizan, pensando que allí se vive transportado a otra realidad, flotando en un estado espiritual pacífico y placentero que invita a desconectar y despreocuparse del mundo. ¡Qué idea tan errónea y pueril! Es muy distinto lo que dice San Benito, hombre verdaderamente experimentado en el camino monástico. Su realismo es clarificador. Monje es aquél que desea hacer un camino espiritual en verdad. No bastan las ilusiones ni los fervores. Debemos conocernos a nosotros mismos, conocer nuestros vicios y debilidades y afrontarlos. Nuestra capacidad de autoengaño es casi infinita. El estar solos o aislarnos no hace sino fomentar ese engaño. La vida en comunidad nos pone de manifiesto lo que somos. Ante eso, el primer deseo que nos brota es lo que vulgarmente se dice “matar al mensajero” o romper el espejo que me refleja un rostro que no me gusta. Es normal ver esto en los que están al comienzo del camino –lleven unos meses o muchos años en el monasterio-. Para ellos la culpa de sus males radica en los demás, en sus actitudes. Se buscan múltiples razones fáciles de encontrar y el resultado es que el aprendiz de monje no da un paso, se mete en un rincón a lamerse sus heridas intentando consolarse con una actitud martirial que flaco favor le hace.
San Benito no se asusta de las debilidades. Él mismo las reconoce. Sabe que los hermanos de comunidad no son perfectos, pero les avisa desde el principio que hay que trabajar. Quiere que se le digan las cosas claras al que llama a la puerta del monasterio, que se le avise de las dificultades que encontrará, las renuncias que tendrá que hacer para alcanzar la verdadera felicidad. Quiere que se le siga avisando hasta que haga la profesión solemne para que no se lleve a engaños. Pero también le da las herramientas necesarias para hacer el camino interior: la oración, la humildad, la obediencia, la comunidad,…, así como le promete el gozo de una meta que ya se empieza a experimentar en vida cuando la entrega ha sido sincera.
El fervor inicial enardece, pero dura poco por carecer de raíz. Es lo que sucede en la vida misma cuando brota con fuerza en la adolescencia, tiempo en que afloran los sueños, el deseo de autonomía, la necesidad de autoafirmarse, de aportar algo nuevo al mundo, sin ser muy consciente de las posibilidades reales. Como no se trata de apagar esa vida, sino de que dé el mayor fruto posible, San Benito no habla contra ello, sino que manifiesta la necesidad de probar los ideales y evitar cultivar una falsa ilusión que los lleve al traste.
Las ideas nos estimulan, el deseo nos enardece, pero son los hermanos nuestra verdadera ayuda en el camino. Ellos nos enseñan y apoyan, aunque no lo hagan siempre de la manera que nosotros desearíamos. Como ellos son nuestros verdaderos maestros, especialmente los que nos resultan difíciles, hemos de combatir la primera tentación que es el deseo de eliminar de nuestro corazón a esos más incómodos. Sólo hay un camino duradero: el perdón. Quien sabe perdonar se quita el velo de los ojos y descubre la bondad de Dios a través de los hermanos que con sus actitudes difíciles para mí me están descubriendo las sombras que me habitan. Quien perdona y no se deja atrapar por el rencor ni el deseo de venganza, ese descubre la alegría del amor y se le cae de los ojos el velo que le distorsiona la visión.
San Benito habla de una “larga prueba en el monasterio”. En la confesión sacramental una de las experiencias que se tienen es que casi siempre se dicen los mismos pecados. Todos nos reconocemos en la lucha que San Pablo expresaba en la carta a los Romanos: No acabo de comprender mi conducta,… pues no hago el bien que quiero, sino el mal que aborrezco (Rm 7). Pues eso que me pasa a mí también les sucede a aquellos con quien convivo. Por eso sólo la misericordia y la paciencia es capaz de sacarnos del pozo en el que nos puede meter el deseo de eliminar al que está haciendo de espejo en mi vida. La experiencia nos dice que a veces se necesitan muchos años para salir de una determinada debilidad, pero el gozo final se hace tanto más intenso cuanto más difícil fue el recorrido. Es la esperanza que hemos de tener con nosotros y con los demás.
En esa larga prueba vamos aprendiendo a luchar con las tentaciones. El trabajo por construir el edificio interior pasa por la lucha contra los propios vicios y “pensamientos”, nos dice San Benito. Esta palabra alude a los logismoi de los padres del desierto, esos pensamientos, impulsos, pasiones o vicios que Evagrio clasifica y analiza psicológicamente, relacionándolos entre sí. Esos vicios que la tradición cristiana ha terminado por clasificar como los pecados capitales. Es un trabajo lento –nos recuerda la Regla- que hemos de realizar formados con la ayuda de muchos. Aquí surge otro problema a la hora de afrontar la realidad comunitaria. Un problema fruto de nuestra cultura de la inmediatez y el horror al sufrimiento. Vamos al médico esperando que nos dé una pastilla que nos quite el dolor, pero no deseamos escuchar que nos prohíba ciertas cosas o que nos prescriba determinados ejercicios. Esa es la idea que nos podemos formar de la comunidad: un lugar maravilloso que me consuele en los momentos difíciles y me haga sentir siempre feliz. Sin duda que la comunidad es un lugar maravilloso, pero sólo cuando nos quitamos el velo de los ojos. La comunidad es de gran ayuda, pero no para autocompadecernos o evadirnos, sino para acompañarnos en nuestra transformación con Cristo.
Es tan importante el camino en comunidad que sólo quien lo hace está preparado para seguir caminando en solitario. Pero paradójicamente no pocos de los que se van a la soledad lo hacen huyendo de la comunidad. Emprenden anticipadamente un camino solitario no por virtud, sino por no estar dispuestos a ser acrisolados en las relaciones comunitarias. Todos tenemos dentro ese “ermitaño” que busca la soledad de su cascarón como la defensa del caracol o la tortuga. Algunos, no obstante, sí están llamados a este camino, y lo hacen después de haber amado a sus hermanos como Cristo los ama. El deseo sincero de soledad no es la actitud individualista que busca estar consigo mismo, sino la del que busca estar unido a Dios, y, en Él, a todos. Es más fácil que nosotros nos equivoquemos al valorarnos a nosotros mismos que se equivoque la comunidad en el juicio que se hace de nosotros. Escuchemos a los hermanos que ellos nos iluminarán el camino.