LA OBEDIENCIA
(RB 5-02) 29.07.12
La obediencia era una virtud muy arraigada en la mentalidad de los monjes antiguos, alcanzando altas cimas de exigencia, pues veían en ella la oportunidad de imitar a Cristo en su obediencia hasta la muerte. Es evidente la importancia que da la RB a esta virtud, dedicándole tres capítulos (5, 68 y 71), aparte de mencionarla con mucha frecuencia. Ya el Prólogo la presenta como el camino de retorno a Dios. En este capítulo 5 no se hace una exposición detallada de las bases de la obediencia, lo que puede decepcionar a algunos, pero es que la Regla no pretende más que ser un camino práctico en la vida espiritual.
Dos son las características que desea resaltar San Benito en este capítulo: la obediencia ha de ser pronta y su razón profunda la encontramos en nuestro deseo de seguir a Cristo por el camino que él anduvo. El primer grado de humildad es la obediencia sin demora. Esta obediencia es propia de quienes nada estiman más que a Cristo. Por razón del santo servicio que han profesado, o por temor del infierno y por la gloria de la vida eterna, tan pronto como el superior ha mandado alguna cosa, como si la mandara Dios, no pueden sufrir ningún retraso en cumplirla. De ellos dice el Señor: “Nada más escucharme, obedeció”. Y también dice a los maestros: “Quien os escucha a vosotros, me escucha a mí”. Por eso, los tales, abandonando al instante sus cosas y renunciando a su propia voluntad, dejando enseguida lo que tenían entre manos, dejando lo que estaban haciendo sin acabar, con el pie siempre a punto de obedecer, siguen con los hechos la voz del que manda, y, como en un solo instante, la orden dada por el maestro y la obra realizada por el discípulo, ambas cosas, tienen lugar al mismo tiempo con la rapidez del temor de Dios.
En la vida nos movemos por ideales o por deseos. Los ideales son elegidos libremente y nos sirven para orientar nuestra existencia en una dirección, pero a veces suponen no poco esfuerzo. Los deseos, sin embargo, brotan de forma espontánea, hasta el punto que debemos embridarlos cuando resultan dañinos o demasiado primarios. El deseo está asentado en lo profundo de nosotros, por lo que brota de forma natural, incluso antes que hayamos comenzado a razonar sobre él mismo. Hay deseos fisiológicos muy primarios que brotan de nuestras necesidades naturales. Hay otros deseos que los hemos ido cultivando al darles un lugar importante en nuestra vida. El amor es quizá el deseo más profundo que parte de una libre elección. Ante el ser que amo tengo una predisposición natural que no tengo ante el que no amo. Hablamos de predisposición porque surge de forma espontánea, antes de cualquier análisis. En esta línea habría que situar la urgencia en la obediencia a la que nos invita San Benito.
Cuando la obediencia es pronta significa que brota de un corazón que ama, que se deja mover por las razones del corazón antes siquiera de comenzar a analizar la situación. Obviamente San Benito no rechaza un discernimiento en la obediencia, como vemos en otros pasajes de la Regla, permitiendo alegar las objeciones que se consideren oportunas, siempre que se haga con mansedumbre, que es el signo de la buena predisposición, excluyendo todo forcejeo que sólo busca el propio beneficio. Pero insiste en que la naturaleza de la obediencia del monje se ha de basar en una experiencia de amor que le lleve de forma natural a una actitud de obediencia pronta. Tendencia natural de un corazón que ama y desea abrir el oído acogiendo lo que la persona amada le pide, sin necesitar buscar mil razones para poder obedecer. Por eso, la obediencia la podemos ver como una consecuencia que nos revela algo previo: cómo vivimos desde el amor.
La obediencia es, por consiguiente, un acto de amor que se abre al otro, que confía, que está dispuesto a dar algo de la propia vida. De ahí el valor de la prontitud. La obediencia al superior y la obediencia mutua entre los hermanos no están primeramente en función de lo acertado o no de lo que se nos pide. La actitud es previa al análisis posterior. Esta obediencia que se nos pide tampoco tiene nada que ver con la obediencia temerosa del esclavo o del soldado o la obediencia mercenaria de un jornalero.
¿Por qué obedecer? San Benito lo dice claramente: la única razón es el amor. Y si la vida del monje es seguir los pasos de Cristo, la obediencia es propia de los que nada estiman más que a Cristo. Quien ama, confía, se fía de aquél a quien ama, dejándose llevar. No sólo nos mueve el amor al prójimo al que acogemos en la obediencia, sino el amor a Dios que es la razón última que sustenta nuestro libre sometimiento, haciendo así que un acto de obediencia en una materia inicialmente inconsistente, pueda tener un significado salvífico muy superior, como el valor infinito que puede tener un acto de amor para el que lo realiza por muy irrelevante que le pueda parecer al que lo contempla. Las cosas terminan desapareciendo. El acto de amor, el impulso libre interior por el que damos la vida aún en cosas pequeñas, es algo que permanece, pues se asienta en nuestra alma inmortal y la va configurando de alguna manera. Si no está en nosotros el amor al hermano que nos predisponga a obedecer, al menos sí debiera estar ese amor a Dios que nos lleve a obedecer. La tentación de parapetarnos en la “indignidad” del hermano para no anteponer sus deseos a los nuestros queda desmontada ante una visión más sobrenatural, pues Dios nunca puede ser considerado indigno. Quien vive en la obediencia que caracterizó a Cristo vive creyendo en la presencia misteriosa de Dios en su propia vida. No se trata de ver en todo lo que nos pueda suceder una acción directa e inmediata de Dios, pero sí una acción misteriosa de su Providencia que nos lleva por caminos tan desconocidos como salvíficos.
El camino monástico es una opción fundamental que marca nuestra de vida. Es algo que condicionará el resto de nuestra existencia porque así lo hemos querido. Pero, a veces, las decisiones importantes nos pueden despistar, haciéndonos vivir en unos ideales, unos planteamientos genéricos, unos deseos inmensos que no terminan de concretarse en modo alguno. La vida en comunidad nos hace bajar a la realidad una y otra vez y, con frecuencia, nos desconcierta por lo poco espectacular que es el agua en el que nos encontramos, cuando ansiábamos la inmensidad del océano. Nos hace tocar lo áspero de un amor que creíamos universal y gozoso y vemos que se ha de concretar en la aceptación de unos hermanos maniáticos, deficientes y pecadores, a los que casi sentimos ganas de rechazar para salvaguardar la pureza del amor de Dios al que nos sentimos llamados. La obediencia es, en este contexto, una de las cosas más claras a la hora de concretar nuestros ideales de amor, de seguimiento de Cristo, de dar la vida.
Si la obediencia debe surgir de una actitud “pronta” de escucha y acogida, es claro que primero necesitamos escuchar. Escuchar qué es lo que Dios nos puede estar pidiendo a través del abad, de los hermanos, de los acontecimientos. El discernimiento de eso que acogemos buscará más la autenticidad que el propio provecho. Es el deseo de búsqueda de la verdad de Dios en nuestras vidas. Quien se resiste a ese discernimiento pensando que ya sabe la voluntad de Dios, quizá esté encubriendo un miedo a tener que escuchar lo que no desea, a sentir que no lo controla todo, rechazando lo que no le resulta atractivo a su mente, a sus sentimientos o a sus deseos. Quien es pronto a obedecer no reacciona visceralmente, sino desde el buen espíritu, dispuesto a escuchar y discernir lo que se le presenta.
A veces nos podemos ver en el dilema: Hay que obedecer a Dios antes que a los hombres. Un dilema no siempre fácil de resolver, pues si el deseo de los hombres es claro, no lo es tanto el deseo de Dios, con frecuencia entremezclado con nuestros propios deseos. La Regla prefiere que caminemos en lo concreto que tenemos delante, fomentando la obediencia a nuestros semejantes -siempre que no se oponga claramente al mandato divino-. Es peligroso cerrarnos a la escucha del superior, de los hermanos, de la Iglesia, del tiempo en que vivimos, creyendo que ya sabemos muy bien lo que tenemos que hacer. Lo humano es el único ámbito en que podemos estar verdaderamente seguros de la presencia de Dios. Es el único lugar donde podemos concretar nuestros ideales, pues quien dice que ama a Dios al que no ve, y no ama al hermano al que ve, es un mentiroso (1Jn 4, 20).