Cuando la Fraternidad se deja hacer a imagen de Dios
Hace 2000 años Dios quiso visitarnos de una forma “palpable”. Como todo buen visitante, no vino con las manos vacías, sino que nos trajo un obsequio que más bien son dos. Nos trajo la redención y nos dio la posibilidad de poder disfrutar de ella ahora, sin necesidad de esperar a una vida futura desencarnada, aunque no sin cuerpo. Para ello nos revela un secreto. Nos dijo al oído quien era Dios, y sólo los que no están demasiado estresados y tienen tiempo para guardar un poco de silencio son capaces de escucharlo.
2000 años después podemos preguntarnos qué hemos oído nosotros, quién es nuestro Dios. Dios se nos revela en comunión trinitaria. ¿Cómo no pensar entonces que la imagen de Dios que somos nosotros alcanza su mayor plenitud en la comunión de vida? ¿Y por qué no pensar también que la Fraternidad es un hermoso regalo de Dios para vivir esa comunión cristiana sin otros lazos que la justifiquen que no sean los que brotan de compartir una misma fe? Vosotros sois la luz del mundo, nos dice el Señor. ¿Por qué? Porque reflejáis la luz y la vida de Dios. La comunión vivida con los lazos del amor es el anuncio más claro y creíble del Evangelio. Y esto es tanto más cuanto en nuestra sociedad se defiende el derecho de la persona refugiándola en su individualidad y diluyéndola en un todo variopinto sin identidades claras ni sentido de pertenencia.
Nuestro tiempo nos ofrece grandes posibilidades materiales y humanas, pero nuestra sociedad se revela como incapaz de ser aglutinadora. Los compromisos personales con los demás no pasan de la temporalidad propia de las ONGs, que alguien ha calificado como “sutil intercambio de servicios prestados por buenos sentimientos tenidos” (Martin Barnes). Sin duda que para algunos es mucho más que esto, pero por su misma estructura no permiten ir demasiado lejos.
Crece la idea de lo sagrado del individuo, mientras que la institución social se ve incapaz de mantenerlos unidos. El hombre actual se sabe libre por haber roto con estructuras pasadas asentadas en el principio de autoridad –muchas veces eclesial- y en la tradición. Pero al mismo tiempo experimenta la fragilidad de afirmarse sólo en sí mismo. Busca el apoyo en los otros creando asociaciones de intereses comunes, que lógicamente no pueden zafarse de su latente egoísmo y una cierta hostilidad. Los necesarios gestos de cortesía que intercambian cumplidos y fingen una preocupación por el bien de los otros, no logran enmascarar la realidad de que cada uno busca lo suyo.
La comunidad cristiana no será reflejo trinitario sino supera ese “tic” cultural. Una comunidad es mucho más que un compartir intereses. Es, ante todo, compartir la vida, los valores, las creencias, acoger al otro y sentirnos acogidos. Es reflejar la presencia de Cristo en medio de nosotros. En una comunidad así sentimos la alegría de sabernos nosotros mismos en relación con los demás.
Es un reto para todos nosotros. Dejémonos iluminar para poder reflejar esa luz. La Fraternidad es algo que irá creciendo en la medida en que dejemos que Cristo esté en medio y trabajemos por acrecentar su presencia. La comunidad de monjes de Huerta ha celebrado en el Encuentro 2000 sus cincuenta años de “estabilidad”, de compromiso público en la tarea de establecer una comunión de vida entre los hermanos. Hoy nos gozamos de ver en la Fraternidad una nueva vida que se va desarrollando abriéndonos nuevos horizontes de comunión. Sin duda también vosotros lo experimentáis.
Huerta, julio de 2000