Encuentro en lo marginal con el Dios marginado.
Aprovechando que estamos en el Año de la Vida Consagrada, parece oportuno reflexionar sobre ella y sobre la vida monástica como una de sus expresiones más genuinas, a la luz de lo que el papa Francisco nos va diciendo.
Una de las sensibilidades más claramente expresadas del papa es su deseo de ir a los márgenes, a los límites alejados de la seguridad que nos da el centro. Ir hacia lo marginal en todos sus aspectos, preocupándose por las iglesias y situaciones menos vistosas, lo que no parece tener tanto valor, lo menos importante a los ojos del mundo.
Pues bien, uno de los rasgos de la vida monástica es precisamente la marginalidad buscada, estar en las fronteras, entre el desierto y la ciudad. Una marginalidad también eclesial, pues la vida monástica nunca pretendió medrar en la estructura eclesiástica. Su presencia no hay que buscarla en los órganos de poder. Tampoco es llamativa por su protagonismo académico, pastoral o social. Está presente sin que su acción se considere muy brillante. Parece como si la vida monástica eligiese libremente una cierta marginalidad en el hacer señalando la necesidad del ser, con menos protagonismo, pero sin lo cual nada tiene sentido.
También la marginalidad de la vida monástica es patente en la vida social, manteniendo paradójicamente una elocuente presencia. Y eso porque el monje no huye del mundo, sino de la mundanidad. Puede parecer que “no es de los nuestros”, intuyéndose al mismo tiempo que conecta con nuestros anhelos más profundos y le importa todo lo humano.
Los momentos difíciles que nos tocan vivir no son sino una ayuda más para desmundanizarse, para no dejarse atrapar por los valores mundanos del éxito, el poder, la apariencia y palpar más profundamente nuestra dependencia de Dios. El despojo de las seguridades y los protagonismos son el camino más veraz que reconoce la presencia del Señor y añora incesantemente su venida y no otra cosa. Ese Dios que vino a nosotros de la forma más marginal posible, sin ruido, sin poder, sin focos. Una vida que se abraza a ese estilo de ser y estar en el mundo es claro reflejo de la presencia de Aquél que vino, está y vendrá.
El papa nos pide a los consagrados mirar al pasado con gratitud, vivir el presente con pasión y abrazar el futuro con esperanza. El Señor se hizo visible en el pasado, pero se hace nuevo día a día en nuestro presente y nos pide mantenernos desmundanizados para poder esperarle con esperanza, vivir plenamente en nuestro mundo presente sin anclar en él nuestra morada. Lo contrario sería vivir sin una real esperanza o encerrarnos en esos valores que no van más allá del poder, el placer, la fama, el dinero, como dioses a los que servir. Y no pensemos que estamos tan libres de ellos. De ahí que el vacío que sentimos cuando faltan es un verdadero momento de salvación que nos invita a mirar más allá. Vivir así transforma el rostro y nos hace testigos del Dios que anhelamos.
Sí, es más importante crecer en ese testimonio que pretender un proselitismo que nos dé seguridad o un reconocimiento social y económico que nos empuje a olvidarnos del Dios que tiene predilección por los marginados. No hacerlo sería vivir sin creer en Dios, sin esperar un futuro de Dios, por mucho que nos llamemos monjes o cristianos. Hacerlo es vivir en confianza preguntándonos cada día lo que nos pide Dios hoy.
Para ser testigo hay que haber tenido experiencia. Para seguir los pasos del Maestro hay que desear ser discípulo dispuesto a aprender. Sólo la experiencia personal de Cristo avivará en nuestro interior el deseo de buscar a Dios e intimar con el Padre, la disponibilidad a dejarnos configurar con Cristo y la irresistible atracción por lo marginal y los marginados que no cuentan para el mundo.
Quien va al desierto no va cargado, pues allí necesita pocas cosas. Adentrarnos en nuestro propio desierto nos lleva a despojarnos de todo aquello que nos turba inútilmente, de aquello que no somos nosotros y nos impide ver. Sólo así podremos tener esa experiencia de Dios que habita en la “marginalidad mundana”, marginal para el mundo pero lugar de encuentro con el Dios simplicísimo, pues lo que se aleja de la mundanidad se acerca a lo esencial.
La radicalidad que se pide a todo seguidor de Jesús nos indica un nuevo modo de vivir. Radicalidad no es sinónimo de rigorismo, de obsesionarse con multitud de renuncias como si nuestra espiritualidad tuviera que centrarse en la negación de todo. Es radical quien se ha olvidado de sí para echar sus raíces en lo primigenio de la vida: Dios mismo. El que ha hecho de su vida un don de sí mismo para dejar que la sabia del Espíritu sea la que vivifique su existencia. Cuando eso sucede, nada ni nadie nos resulta extraño. Al habernos marginado de nuestro propio yo nos encontramos con todo ser viviente, también los marginados de la sociedad, reconociéndolos como algo propio. Elijamos nuestro camino en la vida según el corazón de Dios.