El Capítulo General tenido en Asís no ha sido prolijo en dar normas, pero sí ha tocado de cerca las heridas y dificultades de las comunidades, mirando de cara la actual situación eclesial y religiosa en la que nosotros estamos inmersos. Ante eso lo que se ha manifestado es una profunda actitud de fe y mucho amor frente a todo lo que se nos va poniendo delante. Una realidad en forma de retos concretos de personas y comunidades que demandan nuestra atención. Pero más en el fondo había una cuestión de mayor calado que expresaron con acierto los conferenciantes que tuvimos.
Tres personas nos hablaron en momentos distintos y sin ponerse de acuerdo previamente, y las tres nos pusieron de frente ante la situación religiosa y eclesial en la que vivimos, presentada como un momento crucial que demanda una respuesta por nuestra parte, según la cual se definirá nuestro futuro.
Monseñor J.R. Carballo, secretario de la Congregación para la vida consagrada nos decía que los pesimistas ven el momento que vive la vida religiosa como una noche oscura, un ocaso y un caos, mientras que los optimistas lo ven como un caos, una noche oscura y un ocaso, pero ambos grupos dando un sentido diametralmente opuesto a dichas palabras: con un significado más literal los primeros y más “místico” los segundos. Él, en cambio, era partidario de ver este momento como un tiempo de tomar decisiones que hará que la crisis se decante positiva o negativamente, no tanto en el aspecto numérico cuanto en su dimensión significativa.
En este momento la tentación es la de los enfermos y ancianos: preocuparse sólo por la propia realidad, mirar por el propio futuro y bienestar, pues ya tienen bastante con mantenerse en pie ellos mismos. Sin embargo, el papa Francisco nos invita a todo lo contrario, a no autorreferenciarnos, sino a dar testimonio del Señor Jesús y anunciar su evangelio a pie descalzo y ligeros de equipaje, con la sola fuerza de su gracia, sabiendo que nuestra única preocupación debiera ser nuestra significatividad evangélica.
A este respecto, me gustó mucho la alusión que hizo nuestro Abad General a la 1ª Carta a los Tesalonicenses, donde San Pablo refleja cuál era la preocupación principal de los primeros cristianos: dar testimonio del Señor Jesús, imitándole en su entrega a los demás y dando testimonio del poder del Espíritu en sus propias vidas. La gente se admiraba del cambio que se había producido en sus vidas. Y ellos mismos constataban cómo ese conocimiento del Señor les había cambiado.
Todo parte de una relación y una experiencia que transforma a la persona, hasta el punto que los demás lo perciben y se admiran por ello. ¡Mirad cómo se aman!, era la expresión de los que se sentían evangelizados por la vida misma de estos cristianos. La fe no era meras palabras ni creencias muertas, sino un conocimiento de Dios capaz de transformar a la persona y a las comunidades. Se buscaba vivir como vivió Jesús, dejándose hacer por su Espíritu. Algo tan sencillo, algo tan comprensible para todos, algo con una carga evangelizadora tan poderosa, algo que les llevaba a estar siempre alegres, en oración continua y en acción de gracias. Quien experimenta la vida dentro de sí no pierde el tiempo contabilizando los signos de vida que puedan justificar su vitalidad. Sólo cuando estamos ante un enfermo grave o un anciano de muchos años decimos: “Mira, todavía se mueve, todavía es capaz de comer, todavía puede hablar y se acuerda de algunas cosas, que Dios le conserve lo que todavía le queda”. Ciertamente que la vida no está en el volumen ni en la cantidad, basta contemplar un bebé para constatarlo. En él la vida es pequeña, pero no por estar apagada, sino por estar comprimida, a punto de explosionar. Volver a nacer del agua y del Espíritu, como nos decía Jesús, es el camino de nuestra generación eclesial y religiosa.
D. Mauro Lepori, Abad General de la Orden Cisterciense de la Común Observancia, empleaba una imagen evocadora en su conferencia: “Es más importante tener semillas para sembrar que grano para consumir”. Con ello nos invitaba también a no obsesionarnos con un futuro que no está en nuestras manos, preocupándonos sólo de mantener nuestros graneros llenos para descansar en el futuro. ¿De qué nos valdría si esta noche nos piden la vida? Tener graneros llenos no asegura nada. Lo que nos debe ocupar es el presente, tener semillas para sembrar, enriquecerse para Dios y para los demás, no atesorar para uno mismo. A nosotros nos toca empeñarnos en vivir nuestra dimensión mística y nuestra dimensión fraterna; tomar conciencia de la centralidad de Dios en nuestras vidas y cultivar unas buenas relaciones sustentadas en el amor mutuo. Lo demás basta dejarlo en manos de Dios. Viviendo así, mostraremos que tenemos razones profundas para seguir a Cristo, razones más profundas y atractivas que mantener llenos unos graneros que no perdurarán a lo largo del tiempo, razones que nos acompañarán aun cuando dejemos de respirar.