Partir de lo que somos nos mantiene humildes y realistas, nos evita ansiedades e ilusiones y nos permite experimentar la alegría de lo que somos, sabiendo que estamos llamados a ir más allá sin dejar el más acá. Partir de lo que somos nos permite tomar conciencia del anhelo que sentimos por lo que hemos perdido y del deseo de recuperarlo para ser nosotros mismos.
El evangelio nos habla varias veces de la alegría como el resultado de algo querido que se ha perdido y se encuentra de nuevo (moneda de la mujer, oveja perdida, hijo pródigo,…). Cuando uno recibe algo que no valora, no se alegra. Ni siquiera se alegra especialmente por el jornal que recibe, pues lo considera merecido. Pero la alegría es grande cuando vuelve a nosotros algo que nos era muy querido.
Todo eso supone un conocimiento previo del valor de lo perdido. Esto tiene algo que ver con una espiritualidad que brota de lo que verdaderamente somos frente a una espiritualidad de las alturas. La espiritualidad teórica, modélica, repleta de iconos y metas es estimulante, especialmente para los jóvenes, pues estimula y desafía, orientándonos a metas audaces, a ideales que hemos de alcanzar. Pero también puede ser muy frustrante y esquizoide, pues nos puede identificar tanto con el ideal que nos aleje de nuestra verdadera realidad, haciéndonos vivir en la ensoñación de lo que no somos, negando una realidad –la nuestra- que no podemos soportar, por lo que terminamos proyectando nuestra impotencia con gran dureza sobre los demás. Como decía alguien: la espiritualidad muy subida y desencarnada se mueve por debajo del cinturón del pantalón, “desde las tripas”.
Por el contrario, la espiritualidad que parte de lo que realmente somos y sentimos, del conocimiento de nuestras pasiones y debilidades, es una espiritualidad que construye su edificio desde la base, sin dejarlo colgado del cielo. Esa espiritualidad, que propugnaron los padres del desierto y el monacato antiguo, se centra en el conocimiento de nuestras pasiones, comenzando por las más elementales (gula, lujuria, avaricia), para terminar con la madre de todas que nos aleja de Dios (soberbia), pasando por las que nos alejan de los demás (envidia, ira) y nos hunden en una profunda tristeza (acedia).
Paradójicamente esta espiritualidad que parte de lo que somos nos hace descubrir la verdadera alegría al abrirse al amor gratuito de Dios que nos acoge como Padre, nos perdona y restablece la alianza con nosotros. Reconocer el propio pecado, recibir la misericordia de Dios y dejarse llevar confiadamente por su amor, es algo que llena de alegría. El olvidarse de lo que somos para vivir de unos ideales que no somos, genera frustración y agresividad, además de alejarnos de la alegría del evangelio y generar en nosotros la amargura de la propia impotencia. Hay alegría en el pastor que encuentra la oveja perdida y en la oveja que se sabe encontrada de nuevo.
La experiencia de la misericordia y del perdón de Dios es sanadora y nos mantiene en una espiritualidad realista que reconoce humildemente la propia debilidad y se acoge al perdón de Dios. Esta espiritualidad nos permite vivir en nuestra verdad, vivir desde la humildad, vivir reconociendo el señorío de Dios y su amor en nuestras vidas. Es una espiritualidad pacificadora y transformante que nos permite vivir en paz con nosotros mismos y con los demás. No por nuestra virtud y nuestra fuerza, sino por el perdón y el amor de Dios, por su presencia en nuestra vida reconocida humildemente en una fragilidad que trabaja por robustecerse. Esa paz interior se pone en peligro cuando los propios ideales se transforman en amos exigentes, cuyos deseos nos vemos incapaces de satisfacer plenamente.
Los monjes del desierto se caracterizaban por su simplicidad de vida, centrada en lo concreto de su existencia y en el conocimiento del propio corazón. Solamente partiendo de lo que somos, de nuestros pensamientos y sentimientos, de nuestros sueños y deseos, de nuestra realidad concreta y de nuestro propio cuerpo, sólo desde ahí encontraremos verdaderamente al Dios que se abaja a nosotros y nos reconcilia y acoge con su perdón cuando reconocemos nuestros pecados y nos acogemos a su amor y perdón transformantes.
Debemos bajar a nuestro barro sin pretender dormir embarrados en él. Hemos de mirar a lo alto sin la ilusión de habitar allí. Hemos de acoger la gracia que nos levanta sin olvidar reconocer nuestra postración y agradecer su impulso que nos dice coge tu camilla y echa a andar siendo verdaderamente tú mismo.
No se trata de pretender verse libres de faltas o carecer de pasiones, sino de alcanzar el dominio de sí y la armonía del alma que lleva a la paz. El tigre con el que convivimos en nuestra barca no podremos matarlo, pero tampoco él nos debe devorar ni echarnos fuera de nuestra nave. Quizá habrá que alimentarlo para que no nos devore, como decía San Benito con discreción en su Regla al hablar del vino: “Aunque leamos que el vino no es nada propio de monjes, sin embargo, como en nuestro tiempo es imposible hacérselo entender, convengamos al menos en no beber hasta la saciedad, sino con moderación, porque el vino hace claudicar incluso a los sabios.
No se trata de pactar con el pecado, sino de marcar el territorio al tigre con el que vamos haciendo un largo recorrido por el ancho mar de la vida, sin olvidar que, paradójicamente, él es el que nos mantiene vivos y atentos, evitando que nos durmamos en un sueño demasiado prolongado que nos ponga en peligro. Las pasiones negadas aumentan su presencia. Las pasiones reconocidas y orientadas nos mantienen vivos sin dañarnos verdaderamente.