Alegría
La última exhortación apostólica del papa Francisco la quiso titular “La alegría del Evangelio”, invitándonos a dar testimonio de nuestra fe con alegría, pues una vida que trasluce alegría es un signo vivo, una buena noticia para los que nos rodean. Y tanto más buena noticia es cuanto más profundas son sus raíces, cuando es capaz de aparecer aún en la adversidad.
San Pablo tiene una carta que se la puede llamar la carta de la alegría, es la carta a los Filipenses. Lo interesante de esta carta es que la escribió estando preso en la cárcel, encarcelado injustamente por envidia e incomprensión de las autoridades de su pueblo. Tenía razones suficientes para manifestar queja y amargura, pero de su corazón brotaba una alegría que no se podía encadenar. Sus cadenas hacen más creíble su invitación a una alegría diferente. Y en este contexto de cautividad injusta recoge el precioso himno de la humillación y gloria de Cristo: Siendo de condición divina no retuvo ávidamente el ser igual a Dios; al contrario, se despojó de sí mismo tomando la condición de esclavo, hecho semejante a los hombres… Se humilló a sí mismo, hecho obediente hasta la muerte, y una muerte de cruz. Por eso Dios lo exaltó sobre todo… (Filp. 2, 6-11).
Es la paradoja del evangelio, que sitúa nuestra fuerza en nuestra debilidad y resalta el poder de Dios en lo humilde. Es lo que el mismo Apóstol confiesa: Quiero que sepáis, hermanos, que mi situación personal ha favorecido más bien el avance del evangelio, pues la gente del pretorio y todos los demás ven claro que estoy preso por Cristo. De este modo la mayoría de los hermanos, alentados por mis cadenas a confiar en el Señor, se atreven mucho más a anunciar sin miedo la Palabra (Filp 1, 12-14). Olvidado de sí, San Pablo sustenta su alegría en el amor que tiene a Jesucristo: A fin y al cabo,… se anuncia a Cristo, y yo me alegro y seguiré alegrándome (Filp. 1,18). Y continúa: Para mí la vida es Cristo y vivir ganancia (1, 21). El quiere seguir a su Maestro, y sabe que ningún discípulo es más que su maestro.
¿Cuál es la fuente de nuestra alegría? ¿Dónde se sustenta? Todos nos sentimos bien ante las cosas agradables y gratificantes. Decimos que nos ponen alegres, pero más que de alegría del corazón debiéramos decir que nos resultan atractivas, agradables, que nos producen bienestar. Eso sí, con frecuencia son fugaces, así como vienen se van. Pablo VI decía: “La sociedad tecnológica ha logrado multiplicar las ocasiones de placer, pero encuentra muy difícil engendrar alegría”. Y el papa Francisco remacha: “El gran riesgo del mundo actual… es una tristeza individualista que brota del corazón cómodo y avaro, de la búsqueda enfermiza de placeres superficiales, de la conciencia aislada. Cuando la vida interior se clausura en los propios intereses, ya no hay espacio para los demás, ya no entran los pobres, ya no se escucha la voz de Dios, ya no se goza la dulce alegría de su amor”.
Por eso tampoco podemos decir que nos quitan la alegría por el mero hecho de entristecernos cuando se alejan las cosas agradables. A lo más, podríamos decir que nos produce malestar. La alegría y la tristeza son realidades más hondas, se asientan en nuestro yo profundo y tienen mucho que ver con cómo es nuestra “relación”. La razón de ser por lo que hacemos las cosas, el sentido que damos a nuestra vida, la visión que tenemos de nosotros mismos, nuestras expectativas de futuro, la orientación de nuestro amor, son dimensiones que sí afectan a la verdadera alegría.
San Pablo expresa su alegría al ver a los hermanos unidos en el amor, teniendo los mismos sentimientos de Cristo: Dadme esta gran alegría: manteneos unánimes y concordes con un mismo amor y un mismo sentir… Tened entre vosotros los sentimientos propios de Cristo Jesús (Filp. 2, 2.5). El Apóstol se ve invadido por el amor de Cristo, hasta el punto que la entrega de su propia vida es para él motivo de gran alegría, afirmando esto cuando está entre unas cadenas que lo presagian: Y si mi sangre se ha de derramar…, yo estoy alegre y me asocio a vuestra alegría; por vuestra parte estad alegres y alegraos conmigo (Filp 2, 17-18).
En esta carta San Pablo nos invita insistentemente a vivir la alegría del que se sabe en el Señor: Hermanos, alegraos en el Señor… Alegraos siempre en el Señor; os lo repito, alegraos. Que vuestra mesura la conozca todo el mundo. El Señor está cerca. Nada os preocupe… Y la paz de Dios, que supera todo juicio, custodiará vuestros corazones y vuestros pensamientos en Cristo Jesús (Filp 3.1; 4,4-7).
El papa Francisco centra la alegría del evangelio en el encuentro personal con Jesús. La experiencia de Jesús “nos libra del pecado, de la tristeza, del vacío interior, del aislamiento… Invito a cada cristiano… a renovar ahora mismo su encuentro personal con Jesucristo” (Ev. G., 1. 3). Y recuerda las palabras de Benedicto XVI: “No se comienza a ser cristiano por una decisión ética o una gran idea, sino por el encuentro con un acontecimiento, con una Persona, que da un nuevo horizonte a la vida y, con ello, una orientación decisiva”. La presencia de Dios en la propia vida suscita una fuente interior de profunda alegría.
Esa experiencia personal es la que nos impulsa a una evangelización gozosa, como decía San Pablo: El amor de Cristo nos apremia. El papa nos invita a una nueva etapa evangelizadora marcada por la alegría de esa experiencia y alejándonos del individualismo narcisista que produce personas resentidas, quejosas, sin vida, incapaces de vivir con alegría y de evangelizar con gozo. Podemos elegir el camino que deseemos.