El Espíritu sigue hoy presente en el origen de nuestra fe y evangelización
Dentro de poco tiempo, a la vuelta del verano, la Iglesia recordará un acontecimiento importante: el 50º aniversario de la apertura del concilio Vaticano II (11 de octubre de 1962), así como el 20º aniversario de la promulgación del Catecismo de la Iglesia Católica (11 de octubre de 1992). Cuando dos o tres se reúnen en mi nombre, allí estoy yo en medio de ellos, nos dijo el Señor. Mucho más cuando no son únicamente dos o tres, sino más de dos mil pastores de la Iglesia universal.
“Jesús ascendió a la derecha del Padre”, pero permanece en medio de nosotros por su Espíritu que guía y vivifica a su Iglesia. Sin duda que el Vaticano II fue un tiempo del Espíritu, que se hizo presente en medio de la Iglesia con gran fuerza, haciendo que algunos se constiparan. Sus frutos están ahí. Frutos espirituales, no siempre tangibles según nuestros criterios humanos, ni exentos de piezas dañadas. Por eso nos desconcierta ver lo que vemos. Observamos una disminución numérica en la vida consagrada, en el sacerdocio y en el laicado, con parroquias desangeladas. Hemos visto errores propios de todo impulso juvenil, junto con reacciones temerosas de los que se sintieron despojados de aspectos que les daban seguridad. Y ahora observamos las disputas fraternas y pueriles que se echan la culpa mutuamente de los males que vivimos, como se la echan en cara los miembros de un partido político cuando les toca pasar por la “travesía del desierto”, pues el poder y la prosperidad nos hace creer que vamos bien, mientras que la falta de los mismos nos hace pensar que vamos mal. Quien busca la verdad, no se aparta de la caridad, siendo más exigente consigo mismo que con los demás. Quien busca solo la prosperidad, no le importa faltar a la caridad, aunque lo intente revestir de verdad.
Cuando el Espíritu sopla es para dar vida y no simple prosperidad. La vida está dentro de nosotros, la prosperidad, en cambio, no depende de nosotros. La vida del Espíritu es la vida de Jesús y su victorioso “fracaso” en la muerte de un crucificado que nos mandó no condenar, como él no lo hizo, sino que dio su vida aceptando ser condenado, para que todos fuéramos liberados de nuestras ataduras. Esa es la “buena nueva” que él quiere que anunciemos al mundo. Es nueva porque no sigue los criterios del mundo. Es buena porque siempre engendra vida.
En este contexto celebrativo de jubileo conciliar, la Iglesia nos propone la celebración del Año de la Fe (del 11.OCT.2012 al 24.NOV.2013), teniendo el mes de octubre un sínodo de los obispos sobre “La nueva evangelización para la transmisión de la fe cristiana”. El objetivo de este tiempo es claro: “Redescubrir el camino de la fe para iluminar de manera cada vez más clara la alegría y el entusiasmo renovado del encuentro con Cristo”.
Este impulso evangelizador se llama “nuevo” no porque sea algo distinto a los anteriores, sino porque se nos pide un impulso nuevo desde la fe con renovado espíritu. Tras una larga noche de trabajo sin pescar nada, los discípulos se encuentran con Jesús que les invita a “echar de nuevo las redes”. Ahora las echan con la novedad de responder a su palabra y confiar en ella. Las redes tienen un significado ambiguo, pues aluden a enredar y aprisionar, pero las redes que nos invita echar el Señor son más bien para “rescatar” del mar de aguas turbulentas -que pueden confundirnos y arrastrarnos- y llevarnos a la barca del Buen Pastor, donde somos alimentados con su palabra y vivificados por su Espíritu.
En este nuevo impulso evangelizador nosotros también tenemos algo que hacer, unas redes que echar. La espiritualidad monástica siempre parte de la propia experiencia. Su enseñanza no es académica sino existencial, invita a “ven y verás”. Por eso es especialmente comprometedora, pues sólo podemos enseñar lo que nosotros mismos hayamos vivido.
En este año de la fe que vamos a comenzar se nos urge echar las redes, las redes de una vida santa que cautive al que nos vea, las redes del que vive profundamente feliz su fe en Jesucristo, las redes de una vida evangélica tan atractiva como la de Jesús, las redes, en fin, de una palabra que no puede sino comunicar lo que late en el corazón que la proclama, el deseo de compartir el tesoro que se tiene porque se ha descubierto.
En este tiempo de crisis no podemos ofrecer una fe desencarnada, ni descomprometida. Mi fe es hermosa porque me vivifica a mí mismo dando un sentido pleno a mi vida y también me abre a los demás buscando compartir sus sufrimientos y ofreciendo mi ayuda
No callemos. No seamos altavoces desenchufados. El Espíritu clama con fuerza, prestémosle nuestra mediación para que su voz llegue a todos. La fe no brota de la elocuencia de nuestras palabras, sino de la fuerza del Espíritu. Cuando redescubrimos la alegría de creer, renovamos el entusiasmo de comunicar nuestra fe viviéndola como buena noticia.