Formar en la verdad
La verdad os hará libres, nos dijo el Señor (Jn 8, 32). ¿Qué es la verdad?, preguntó Pilato con cierto desdén (Jn 18, 38). ¿Cuál es la verdad que nos hace libres?, podríamos preguntarnos nosotros. Hay una “verdad” que vende mucho y goza de gran éxito. Es la verdad del cotilleo o la vana curiosidad (“prensa rosa”), el pasar de boca en boca la vida de los demás, especialmente sus aspectos más morbosos, presentándolos de forma sensacionalista (“prensa amarilla”). Nos justificamos diciendo que es verdad, pero escondemos que nuestro hablar no está motivado por el deseo de la verdad, sino por el de sacar un beneficio, sea económico o emocional. Y prueba que no es la verdad de Jesús la que nos mueve es que nos esclavizamos a las vidas ajenas, mirando continuamente lo que hacen o dejan de hacer los demás, y el daño que hacemos no es nada liberador para aquellos de quienes hablamos.
La verdad que nos hace libres es el conocimiento de nuestra propia verdad, no de las flaquezas ajenas. La verdad que brota del propio conocimiento introspectivo y el conocimiento de nuestra realidad existencial. Conocernos sí, pero para liberarnos. No basta el mero conocimiento sin la liberación. Veo un edificio agrietado y digo: “ese edificio está agrietado y se va a caer”. ¿De qué vale mi aguda “profecía” si no sé cómo remediarlo ni pongo los medios para ello?
El remedio a nuestra verdad está en la Verdad, la Verdad de Dios que con su misericordia nos vivifica de nuevo. La Verdad que da sentido último a la realidad humana. Es la Verdad que nos “descentra”, que nos lleva a poner nuestro centro fuera de nosotros mismos, a ponerlo en Dios, donde brota el amor que nos posibilita mirarnos a nosotros mismos y a los demás con misericordia sanadora. Una de las grandes tragedias de nuestra cultura occidental es que se empeña en presentar una antropología desligada de Dios, cuando sólo esta relación es capaz de crear verdadera comunión sin sometimiento al más fuerte, al invitarnos a buscar un “centro” fuera de nosotros. La interpretación pueril o la apropiación indebida del hecho religioso por parte de algunos que buscan un poder sacro con el que someter a los demás, no justifica la eliminación de la presencia de Dios, buscando sucedáneos en cierta “espiritualidad” etérea, hedonista y descomprometida.
A los primeros cistercienses les encantaba la imagen del hijo pródigo para hablar del hombre. Ese personaje que abandonó su tierra y se adentró en la “región de la desemejanza”, donde no estaba el modelo al cual se asemejaba. Cuando tomó conciencia de su verdad, desengañado de aquello en lo que se había apoyado, no se limitó a reconocer su verdad concreta (lo había perdido todo y no podía comer ni las algarrobas reservadas para los cerdos), sino que se puso en camino hacia su verdad existencial, la casa de su padre, su verdadero modelo. Este paso no es sencillo. Requiere la humildad del reconocimiento del propio pecado y del propio límite.
Sabemos que ese reconocimiento es liberador, pero con frecuencia no nos lo consentimos. Cuanto más grande y frágil sea nuestra imagen, tanto más nos costará dar el paso. Ello equivaldría a dejar que esa falsa imagen que hemos alimentado y nos sostiene, se cayera delante de nosotros y de las expectativas de los demás. Por eso, con frecuencia, hay que caer muy hondo para abandonar nuestras defensas, reconocer nuestra verdad, estar dispuestos a pedir perdón y reconducir nuestro camino hacia donde está nuestro verdadero modelo, la casa de la Verdad de Dios, manifestada en Jesucristo.
Nuestras comunidades están llamadas a ayudar a tomar conciencia de esa doble verdad, nuestra falsa verdad y la verdad de Dios. La comunidad nos revela primeramente nuestra propia verdad, lo que somos, lo que hay en nuestro corazón. Luego, si perseveramos sin marchar ni nos atrincheramos culpabilizando a los demás de nuestros males, la comunidad de revela como el lugar de la experiencia acogedora y transformante del amor del Padre. Entonces la propia verdad es iluminada por la verdad de Dios que da sentido a todo; mis debilidades dan paso a la misericordia de Dios y de los hermanos.
La comunidad monástica está llamada a ser la región de la semejanza donde poder reencontrarnos con nuestra dignidad existencial. No es un lugar para los hermanos mayores que nunca se fueron de la casa del Padre, pero que tampoco llegaron a tener verdadero conocimiento de sí mismos, sino que es ante todo el lugar donde los hijos descarriados que han tomado conciencia de su situación desean retornar. Tener la casa preparada para ellos es un gran reto. Como lo es el acogerlos con alegría y misericordia de padre, no con el dedo acusador del hermano envidioso y molesto, dispuestos a matar el “ternero cebado”, a hacer fiesta y a restituir al hermano perdido su dignidad de hijo.
Es por eso que la comunidad monástica no puede esperar gente que ya haya hecho el camino, sino gente que esté dispuesta a hacerlo. La escuela es para los aprendices, no para los licenciados. Si nosotros tenemos experiencia del camino, estaremos dispuestos a guiar a otros con paciencia. Quien no ha hecho el camino acogerá sólo personas que ya lo hayan terminado para que le den seguridad. Pero esto sería tan absurdo como la actitud de un maestro que sólo buscase discípulos que supieran más que él.