Formar en la libertad: disyuntiva entre deseos y valores
Estamos llamados a vivir en libertad, pues hemos nacido con esa prerrogativa divina. Es un derecho inalienable con el que todos estamos de acuerdo. Sin embargo, es una palabra que suscita algunos recelos. La Iglesia, los padres, la autoridad en general, pueden parecer para no pocos jóvenes limitadores de su libertad. Y la libertad que éstos reclaman para sí es vista con sospecha por los que están investidos con algún tipo de autoridad. ¿Por qué sucede esto?
Hay que distinguir entre el “derecho” inalienable de ejercer la propia libertad y lo acertado o errado que se esté al ejercitarla. El derecho no lo podemos perder salvo que se atente contra otros, en cuyo caso hay que impedir tal ejercicio. Su acierto dependerá de cómo se esté formado en la libertad, la idea que se tenga de ella. En general podemos distinguir dos grandes enfoques: los deseos y los valores, con frecuencia entremezclados.
Quien centra su libertad en los deseos, percibirá como una injerencia inexcusable todo aquello que pretenda constreñirlos. En este caso se identifica la libertad con hacer lo que me apetece. Este es uno de los aspectos característicos de nuestra cultura consumista. Con esa premisa, basta suscitar deseos y necesidades para luego ofrecer cómo satisfacerlos y hacer negocio, potenciando paraísos artificiales. Esto ha sido alentado, además, por la idea de una capacidad infinita del ser humano de lograr tarde o temprano todo lo que pretende. En este contexto el ideal de vida que se propone nace y muere en uno mismo: cada uno es su propio proyecto. Aquí la figura del padre que indica un camino se rechaza por opresora.
Pero se da una paradoja: el propio deseo comienza a presentarse en ocasiones como un tirano opresor para mi voluntad, cada vez más debilitada. La capacidad de elección libre parece más y más débil por la opresión de los deseos. Incluso no pocas veces se revelan como fuente de injusticias al atentar contra los derechos de los demás.
El deseo es una fuerza interior que nos impulsa hacia adelante, pero no es un fin en sí mismo. Cuando el deseo está motivado por un valor positivo, impulsa hacia él. Pero cuando los deseos carecen de orientación, al estar desordenados, se vuelven un fin en sí mismos y es cuando terminan privando de la libertad que pretendían.
El encuentro con la propia fragilidad va provocando un sentimiento oculto de profunda indefensión, que resucita la necesidad de un padre protector que proporcione la seguridad perdida. Entonces los valores se presentan de nuevo como un lugar seguro, una referencia necesaria a la ambigüedad de nuestros propios deseos.
Por la conocida ley del péndulo, cuando la autoridad se experimentó como sofocadora incluso de los deseos que pudieran ser legítimos, se le quiso dar muerte junto con los valores que transmitía, para liberar los deseos, también ellos un valor. La juventud actual ha vivido principalmente esta segunda etapa. Ahora, jóvenes que han manejado los deseos a su antojo, experimentan su dictadura y se rebelan contra una sociedad que les ha llevado a ello y encima les culpabiliza de su situación: “los jóvenes de hoy son débiles, inconstantes, así o asá…”. Más todavía, algunos se ven abocados en un tiempo de crisis a contemplar la mentira de un futuro prometido, viéndose muy bien formados, pero sin un futuro profesional, como resume con humor sarcástico la expresión que define a esta juventud como la generación “pre-parada”.
Esta situación puede ser un tiempo propicio para recuperar la educación en los valores, como también un peligro si se pretende hacer de ello un lugar seguro y protector ante el miedo a la propia realidad. No podemos pensar que ya sea así, pues los cambios de ciclo son lentos, aunque las situaciones varíen rápidamente, y la dictadura de los deseos sea importante. Pero sí conviene tenerlo en cuenta y percatarse que hoy no pocos jóvenes se han sentido engañados, como pudo sentirse otra generación excesivamente constreñida.
En esta cierta tensión entre deseos y valores, los jóvenes necesitan apoyos firmes, luces y guías donde mirar, aunque sea de reojo por las sospechas que pueden tener hacia el mundo adulto. Esos apoyos no pueden ser otros que los testigos, los que gozan de una autoridad moral porque viven lo que dicen y manifiestan con sus vidas que lo que viven colma sus deseos en lo más profundo. El problema surge cuando entre los adultos emergen también sus propios fantasmas infantiles y buscan en los jóvenes que les miran a escondidas su propio apoyo y seguridad. Lo vemos en las familias, en las comunidades o en la misma política. Actuar así es traicionar el derecho de los jóvenes, confundiendo la necesaria escucha y atención a sus demandas con una inseguridad personal que se ve necesitada de la aprobación de los demás. Actuar así es pretender que quien debiera ser apoyo se apoye en aquél a quien debiera sostener.
Es fundamental tener una razón para vivir, un valor que merezca la pena. Esto sana a la persona y la capacita para avanzar. Pero para descubrir eso no es bueno esperar a ver lo que la vida y los demás pueden ofrecernos, pues eso no depende de mí y sí suele paralizarnos, sin dejarnos avanzar más allá de la queja contra todos y contra todo. Es más estimulante preguntarnos qué es lo que yo puedo ofrecer para afrontar las situaciones concretas que me tocan vivir. Eso genera siempre un motivo para vivir, haciéndonos protagonistas y constructores de una vida que pensamos se puede mejorar. Es entonces cuando el deseo se ve iluminado por el valor, no dejando que nazca y muera en la propia apetencia, sino abriéndolo a un horizonte más saludable y fuera de sí.