Formación es más que información
El tema central del último Capítulo General de nuestra Orden fue la formación. Es un tema importante que se puede abordar de diferentes modos. Normalmente hablar de formación nos evoca el estudio como ejercicio intelectual, pero realmente la formación es algo más existencial.
Formar es ir haciéndose a partir de unos elementos formadores. Significa proponer una forma donde poder reconocer la propia identidad. La forma es la “horma”, molde o plantilla que se utiliza para dar dicha figura a una cosa. Conformarse es ir adaptándose o haciéndose a otra forma diferente a la propia. Así, cuando hablamos de conformarnos con Cristo, estamos hablando de transformarnos según Cristo.
Formarnos según la forma de Cristo es un proceso que se nos propone y hemos recibido a través del evangelio, la eucaristía, los sacramentos, la fe, la comunidad, etc. En este sentido podemos hablar de la formación como una “transmisión de vida”. Cristo, el Hijo de Dios, es lo primero que se nos da por la fe. Recibimos la vida de Cristo para que tengamos vida y la transmitamos a otros. Este es el sentido más genuino de la “tradición”: lo que recibimos lo hacemos nuestro y lo transmitimos.
Del mismo modo podríamos hablar de la espiritualidad cisterciense: la recibimos, la hacemos vida en nosotros y la transmitimos para que sea vida en los demás. Hay que estar prevenidos para no manipular lo recibido, sino transmitirlo como lo recibimos, si bien no como un objeto muerto, sino como algo capaz de generar siempre vida nueva. ¿Pero cómo lograrlo si primero no es vida en nosotros? Sólo cuando la oración, el trabajo, la acogida, la comunión, el silencio, la pobreza, la castidad, la obediencia, la humildad,… los hemos abrazado haciéndolos vida en nosotros, sólo entonces serán algo más que meras palabras, serán vida para los demás. Reconocemos que la vida monástica en sí misma nos va transformando y, por ello, incluso hacemos un voto de conversatio morum, de vivir en una actitud de conversión transformante dicha vida monástica.
Ese proceso se realiza en la comunidad, verdadero don de Dios, cuerpo de Cristo en el que estamos injertados. Nos gozamos de ella, aprendemos de ella, trabajamos con ella en su consolidación y procuramos que otros la disfruten (transmisión). Al mismo tiempo esa comunidad se revela como el cuerpo que me sostiene cuando me veo impotente, cuando me invade la oscuridad, incluso cuando parece apagarse el mismo deseo. Tomar conciencia de ello es también formador al descubrirnos otra realidad de la forma de Cristo: se va más allá del yo para descubrir el nosotros, un nosotros que sostiene al propio yo.
La formación como conformación con Cristo nos pone en el camino de hacer la voluntad del Padre. Esa voluntad tantas veces misteriosa, tantas veces incomprensible, tantas veces inoportuna. Dejarnos formar por la voluntad de Dios expresada en cada instante de nuestra vida, contemplada como una historia de amor y salvación. Esa voluntad que no tiene por qué ser plenamente comprendida, pero que sí exige una actitud del corazón para acogerla. Esa voluntad es una auténtica escuela de formación que nos va transformando. Pero podemos preguntarnos: ¿hasta dónde estoy dispuesto a formarme en ella?, ¿cuáles son los límites de mis miedos que me impidan responder a esa voluntad? Si finalmente nos rendimos, y aún eso lo ofrecemos en lo profundo del corazón, la formación se estará realizando de manera tan real como escondida e imperceptible.
Necesitamos abrazar nuestros límites y nuestra realidad. No son pocas las cosas que influyen en nosotros sin haberlas elegido, como la familia a la que pertenecemos, su estatus social o la formación recibida. Son cosas que debemos simplemente aceptar, sabiendo que nadie tiene unos padres perfectos ni sus circunstancias han sido las ideales. Junto a esta realidad están las experiencias que vamos teniendo y las opciones que vamos tomando y que nos van configurando. No podemos olvidar que nuestras respuestas en cada momento tienen sus consecuencias: afrontar un problema o huir de él; reconocer una falta y pedir perdón o parapetarme en la soberbia; responder generosamente o mirar para otro lado; todo es preámbulo del siguiente suceso en nuestra vida. Aceptarse uno mismo y asumir la propia historia es signo de madurez. Asumir los “aguijones de la carne” que pueden humillar es también formador, sabiendo que Dios hace su obra en nosotros con todo lo nuestro. Y así como no hay familias perfectas, tampoco hay comunidades perfectas ni superiores perfectos, sin que por ello el Espíritu del Señor y la vida monástica dejen de formarnos continuamente.
La formación no es mera información. No es una meta académica que se plasma en un diploma para enmarcar. La formación es la vida misma. Por eso, lo que verdaderamente nos sostiene es el camino, la actitud del formando, del aprendiz, la comunidad en la que nos vamos haciendo, el carisma cisterciense que nos va configurando con sus múltiples expresiones, así como la palabra viva que meditamos y dejamos que nos transforme, o los sacramentos que nos hacen participar de forma tan real como mistérica del mismo amor de Dios. El gran peligro es apartarse temerariamente de todo ello, negando la realidad para vivir en la ilusión.