La “virtud” del terremoto
El sueño nocturno es reparador, pero también una trampa sutil. Cuando dormimos nos introducimos en un mundo irreal que confundimos con la verdad. Cuando dormimos es el momento predilecto para que los ladrones entren y nos roben o el enemigo nos dañe. Cuando dormimos bajamos la guardia, no estamos atentos a los peligros ni construimos nada nuevo. El sueño es agradable, pero peligroso. Y nos suele entrar el sueño cuando todo está tranquilo y estamos bien comidos y bebidos.
Lo que más daña a la Iglesia es el sueño, por eso el Señor nos invita a velar en todo momento (Mc 13, 37). Cuando nos mecemos en la aprobación de los demás, nos adormecemos. Cuando el materialismo entra en nuestras vidas y nos aburguesamos, nos adormecemos. Cuando vivimos en una sociedad que nos valora excesivamente y la Iglesia es partícipe del poder, nos adormecemos. ¡Ay si todos hablan bien de vosotros!, nos avisa el Señor; entonces es posible que ya sólo nos importe dormir, es decir, que nadie nos moleste para poder dormir.
Sin duda que hoy no sucede esto, pero quizá sí sintamos la tentación de que vuelva a suceder. Naturalmente que lo deseamos movidos por la mejor de las intenciones: si Dios quiere que todos los hombres se salven y lleguen al conocimiento de la verdad, ¿qué mejor que pretender crear una auténtica ciudad de Dios, donde las leyes humanas se sometan en lo posible a la ley divina? Pero esto trae consigo una preponderancia de la Iglesia y del sacerdocio que podría adormecer a la misma Iglesia, ocultando más fácilmente las miserias de sus miembros, como nos recuerda Benedicto XVI cuando apunta eso mismo como una de las causas de la crisis actual en la que se encuentra la Iglesia: “la tendencia de la sociedad a favorecer al clero y otras figuras de autoridad y una preocupación fuera de lugar por el buen nombre de la Iglesia y por evitar escándalos” (Carta a los católicos de Irlanda, n. 4).
Por eso los tiempos de inestabilidad, rechazo, incomprensión, o incluso persecución, tienen la virtud de despertarnos del sueño. También ellos son un tiempo de gracia, un paso del Señor. En esos momentos podemos ver cómo salen a la luz algunas debilidades de sus miembros que nos avergüenzan.
Los momentos difíciles nos despiertan del sueño o nos quitan el sueño. Como toda vigilia, es dolorosa e incómoda, pero nos permite ver lo que hay en nuestra noche y esperar el día, la luz de Cristo que nos ilumine y conforte con su calor. Experimentar el dolor de todo terremoto más allá de lo justo o injusto que nos parezca, nos permite descubrir más claramente nuestra fragilidad, nos hace orientarnos a lo esencial y velar por nuestras vidas y las de los demás, sin prepotencias que se vienen abajo, sin adornos que de nada valen cuando la vida corre peligro, sin imágenes falsas que no se sostienen, sin poner nuestra esperanza más que en Aquél que es la Verdad y la Vida.
No tengáis miedo, nos dice el Resucitado. No tengáis miedo porque yo estoy en medio de vosotros a pesar de los pesares, aunque la tierra tiemble bajo vuestros pies. No tengáis miedo, pero convertíos. ¿Cómo? Volviendo de nuevo a Galilea, al amor primero, allí donde yo me hice encontradizo en la cotidianeidad de vuestras vidas, para iniciar de nuevo el camino a Jerusalén dejándoos guiar por el espíritu del Resucitado.
La tierra puede temblar bajo nuestros pies, pero saber que Aquél que venció a la muerte descendió a lo más profundo para desatar toda cadena, nos llena de esperanza. La esperanza pascual no es el sueño del insensato, sino la confianza del débil que reconoce su pecado y se abre a la conversión de una vida nueva, la del Espíritu. Quien vive desde él, nada teme, pues el pecado no tiene poder definitivo sobre él.
Pero a pesar de todo no callemos. Clamemos a los cuatro vientos la gracia del Señor resucitado. Quien vive plácidamente en su sueño tranquilo, suele anunciarse a sí mismo, su seguridad de ensueño, con prepotencia y dureza de juicio. Quien ha pasado por la vela del temblor sabe que sólo puede anunciar al Señor resucitado, a Aquél que le ha amado y rescatado, a Aquél que es su roca firme, descansando en su poder y no en el propio. Esta experiencia pascual es la que nos debe lanzar a anunciar la buena noticia, para compartir la esperanza del Resucitado con aquellos que sienten temblor en la tierra de sus vidas, haciéndolo desde la propia experiencia de salvación.