Cuando la gnosis se confunde con la mística y el ritualismo con la liturgia
Nuestros padres cistercienses aunaban sin dificultad una experiencia profundamente mística con una vivencia litúrgica. Huían del ritualismo complicado que termina velando el misterio, como huían de una experiencia mística vacía. Sus edificios debían estar desnudos para intuir el misterio simplicísimo de Dios, pero no eran edificios vacíos, sino llenos de la presencia simbólica y mística del Verbo de Dios. Por el mismo motivo su liturgia estaba despojada de todo adorno superfluo para dejar más patente el misterio de Cristo que celebra.
La espiritualidad cisterciense está marcada por un fuerte cristocentrismo. Cristo ocupa el centro de la existencia de la vida del monje y del cristiano, y toda su experiencia espiritual debe referirse a él de alguna manera. Alcanzamos un conocimiento gnóstico cuando la experiencia espiritual es una experiencia psicológica o se adentra en el silencio de la nada o en la apertura a nuestro más profundo centro, relegando nuestro yo activo para dejar el protagonismo a la percepción mística. Pero la mística cristiana, andando por terrenos parecidos, parte siempre del camino que nos lleva a Dios: Cristo. Él es su origen, camino y fin.
Es Cristo quien restaura nuestra naturaleza en su encarnación; es Cristo quien guía nuestra vida con sus obras y doctrina; es Cristo quien nos reconcilia con Dios en su misterio pascual; es Cristo quien por su resurrección y ascensión nos abre las puertas a un tiempo escatológico, definitivo, que lleva a su plenitud cualquier experiencia espiritual o mística que podamos tener aquí; es Cristo, en fin, quien nos vivifica por su Espíritu y nos hace a todos un solo cuerpo con él. Ante él no hay enfrentamiento ni sometimiento, sino descubrimiento y realización de nuestra vida en él.
La mística cristiana también nos abre al silencio y a la nada más absolutas, allí donde mora el Dios simplicísimo, más allá de nuestras ideas o sentimientos. Es el encuentro de nuestro espíritu con el Espíritu de Dios, cuando lo distinto encuentra su unidad. Pero la mística cristiana es algo más que un ejercicio o un método, es una com-unión de vida. Una comunión que transciende nuestro yo sin perdernos, una comunión que nos hace encontrar a todo en el Todo de Dios, en una unidad amorosa, no conceptual ni meramente afectiva, un amor purificado de toda manifestación egoísta.
La mística cristiana nos lleva a la gnosis y la supera partiendo de Cristo, por la fuerza de su espíritu y proyectándonos más allá, en una unión escatológica a la que nos orientamos.
Con frecuencia hoy se contrapone la experiencia espiritual de tipo gnóstico con el ritualismo, asimilando éste de una forma reduccionista a la religión (rito, dogma y moral). No cabe duda que el ritualismo litúrgico puede asfixiar el cristocentrismo de la liturgia, lo que provoca un hastío que ha llevado a buscar vida en la experiencia interior. Pero cuando esa experiencia, influenciada por otras tradiciones no cristianas, deja de lado la dimensión cristocéntrica, provoca en bastantes cristianos la tentación de refugiarse de nuevo en un ritualismo litúrgico y pertenencia religiosa que les dé seguridad.
La liturgia cristiana, como la mística, son cristocéntricas. Confundir liturgia con ritualismo es no entenderla. En la liturgia “celebramos” el misterio salvador de Cristo. Anualmente en el ciclo del Adviento, Navidad, Cuaresma y Pascua. Semanalmente con la celebración dominical del día del Señor. Diariamente en la sucesión de la liturgia de las horas: las vigilias, que “esperan” en la noche la venida de la luz de Cristo a nuestras vidas; los laudes, que se gozan con su llegada y alaban la resurrección de Cristo que nos ilumina el nuevo día; las vísperas, que ofrecen el día en acción de gracias, recordando la redención de Cristo que se ofrece a sí mismo, y renueva la esperanza en Aquél que es la luz que no tiene ocaso; las horas menores, que jalonan la jornada con hechos importantes de la pascua de Jesús o de la Iglesia; las completas, que nos afianza en el descanso confiado.
Vivir nuestra espiritualidad cristocéntricamente nos abre a una experiencia interior mística -silenciosa o afectiva- y a una vivencia litúrgica que usa de la materialidad del rito sin sofocar su espíritu.