No basta con vivir si no somos Vida
En la Pascua de Resurrección celebramos lo más valioso para el ser humano: la vida, su vida, toda vida. La vida es algo mucho más grande que su concreción temporal y caduca. Los vivientes tenemos fecha de caducidad, pero la vida no tiene fecha de caducidad.
En la liturgia de la Vigilia pascual contemplamos el misterio de la vida desde sus orígenes, cuando la Vida misma, esa Vida que es Dios, se desborda fuera de sí y da origen a la creación. En medio de la nada surge la vida, el cielo y la tierra, en un caos informe donde el aliento divino va actuando vivificándolo todo. Y en cada acto se repite como un mantra: “y vio Dios que era muy bueno”, la vida en todas sus formas hasta llegar a la vida humana.
Pero la vida en los vivientes está continuamente amenazada por la muerte, la caducidad. Ahora bien, si los vivientes tienen un fin, no así sucede con la Vida que a todos abarca y trasciende. Por eso todas las etapas de la historia de la salvación son una nueva victoria de la fuerza de la Vida sobre la muerte. Una victoria manifiesta en continuas promesas de salvación: el anuncio del “linaje de la mujer” que pisará la cabeza del mal (serpiente) tras el primer pecado y discordia; el anuncio de una descendencia sin fin a Abraham; el anuncio de la tierra prometida a Moisés; el anuncio de liberación y alianza perpetua, de Isaías; el anuncio de un corazón nuevo y un retorno a nuestra primera tierra para siempre, de Ezequiel.
Ahora, en la Pascua de Resurrección, celebramos su realización plena al exclamar: Cristo ha resucitado. No simplemente ha “revivido”, sino que ha resucitado, y quien ha resucitado es su humanidad. Se trata de la apertura a la Vida, a la Vida que siempre fue y será, la vida de Dios. Y con Cristo es nuestra humanidad la que pasa de ser meramente “viviente” a ser Vida. Por eso para nosotros la muerte ya no existe, aunque cronológicamente nuestro cuerpo viviente deje de respirar.
Por eso Jesús nos dice: “no tengáis miedo”. Nada debe temer quien nada puede perder. Pero ¿de qué nos valdría ser vida si nos conformamos con ser meros vivientes? Quien se aferra a lo que le rodea o posee, se aferra a una condición viviente que va a tener fin. Vivamos plenamente siendo “vida” y no nos conformemos con ir viviendo; saboreemos la vida en cada instante de nuestra existencia y luchemos porque los demás puedan también vivir y vivir con dignidad.
Como Dios es Vida, Dios es un eterno presente. Vivir nuestro presente es estar en la Vida. Nuestro pasado y nuestro futuro están en la Vida, pero no en nuestro tiempo, por lo que pretender vivir en ellos, en el recuerdo o en el deseo, sería como renunciar a vivir verdaderamente en la Vida. Las mujeres llegaron al sepulcro buscando a la Vida misma, al eterno Viviente que no podía estar preso de ningún tiempo y lugar, aunque todo lo abarque. Por eso escucharon por boca del ángel: “No está aquí. Ha resucitado. Mirad el sitio donde lo pusieron”, pero no os quedéis ahí mirando, aferradas a un lugar y un tiempo.
¿Dónde encontrarlo? Id a Galilea, nos dice. A vuestra vida cotidiana. Allí lo encontraréis. El ha ido por delante para mostrarnos el camino que hemos de realizar. El camino a nuestro ser más profundo, a la vida que nos sostiene y nos trasciende. Quien se contenta con ser un mero viviente sólo se preocupa de sí mismo, de sus cosas, sufriendo por su tiempo, por lo que tiene o puede perder. Quien decide abrazar al Resucitado y adentrarse en la vida que hay en su ser, se abre a todos y a todo, se abre a la Vida misma de Dios en él y en su reflejo de la creación, y a nada se ata porque todo lo estima caduco, porque está invitado a la mesa y no a mendigar las migajas, porque vive en la casa del Padre y no es un extraño.
Quien abraza la vida no se ata a sus recuerdos ni experiencias pasadas que condicionan su futuro. Se reconcilia con sus experiencias dolorosas y no se deja llevar por la ensoñación de las muy gratas. Deja que sus emociones y sentimientos se muevan dentro de él sin confundirlos con la vida que hay dentro de sí, sabiendo que sólo ésta es la que nos sustenta y orienta nuestro existir. Quien pretenda guardar su vida, la perderá, nos dice Jesús. La perderá angustiado por un futuro incierto o amargado por un pasado doloroso. Quien busque la verdadera vida vivirá resucitado. Llorará, será despojado, experimentará el deterioro de su cuerpo hasta el final, pero la serenidad de la vida que le habita no lo abandonará. Tengamos vida en nosotros viviendo en la Vida de Dios.