La alegría pascual brota de nuestro centro y nos abre a la adoración
Quien camina cambia de lugar, pasa de un sitio a otro. Ese cambio puede denotar inestabilidad si vamos huyendo de nosotros mismos, buscando en otra parte lo que no hemos encontrado en la anterior. Pero también podemos ir de un lado a otro reconociendo todo como propio. Todo dependerá de si tenemos nuestro centro en nosotros o lo buscamos en los cambiantes lugares donde ponemos nuestro pie.
La Pascua es un paso, pero no un paso que se da fuera de nosotros, sino hacia nuestro centro, ese centro que nos da estabilidad en el movimiento, que afianza nuestro ser para poder caminar en la existencia de nuestra vida. Ese paso a nuestro centro no puede ser más que motivo de alegría y adoración, de paz en la turbación, que estabiliza lo inestable de la vida, alegrándonos y trascendiéndonos. ¿Quién no ha tenido la experiencia de estabilidad cuando estaba “centrado” e inestabilidad cuando no lo estaba, más allá de los acontecimientos que tenía que afrontar?
Es la alegría del que descubre su fuente. esa fuente de la que brota lo que verdaderamente somos y nuestra razón de ser, más allá de nuestros múltiples y diversos actos. Es el lugar de donde brotan nuestros deseos más profundos, el amor, la plenitud del que se sabe lleno, digno de amor y amado, confiando ciegamente en Quien lo ama.
La alegría es la exuberancia -no necesariamente ruidosa- de un corazón colmado que arquea los labios de nuestro ser y abrillanta el rostro del que experimenta una cierta hinchazón del espíritu. Es fuente callada en su profundidad, fuente que no puede dejar de manar dando vida a su paso, haciendo del surco de la vida un silencioso testigo de ello. Quien vive la experiencia del Resucitado -en palabras de San Pablo- “está siempre alegre porque sabe que el Señor está cerca” (Filp 4,4-5); ¿y qué hay más cerca que nosotros mismos?
En la espiritualidad cisterciense se nos invita a diferenciar entre “yo, lo mío y lo que me rodea” (aliud tu, aliud tui, aliud circa te). Siguiendo a S. Basilio y S. Ambrosio, se distingue entre lo que circunda al hombre (la creación), lo que pertenece al hombre (el hombre exterior, su cuerpo, sus sentimientos, etc.) y el hombre mismo (el hombre interior, hecho a imagen y semejanza de Dios). El hombre no se puede quedar en lo exterior, sino que está llamado a profundizar en lo más interior de sí, a bucear en su propio ser.
Un autor cisterciense de la primera hora expresaba la necesidad que tenemos de entrar dentro de nuestro interior y se lamentaba del olvido que mostramos de nosotros mismos, por lo que nos urge diciendo: “comienza a conocerte a ti mismo, a amarte a ti mismo, a poseerte a ti mismo”, y más adelante: “Si quieres conocerte a ti mismo, poseerte, entra en ti mismo, no te busques fuera de ti”. Ir a nuestro centro es ir a nosotros mismos y descubrir nuestra imagen divina, reconociendo en esa imagen el modelo: Dios mismo. Un ir a nuestro centro que no nos deja ahí, sino que nos trasciende.
El que está en su centro vive su búsqueda como un encuentro, está en lo que busca, hace de su esperanza una presencia. ¿Y qué es esto sino la adoración? La adoración contempla el misterio que le desborda, acoge lo que no puede retener, afirma lo que no puede demostrar, trasciende lo que está muy dentro de sí. La adoración vive en lo que confía sin apropiarse de nada, dejándose desbordar por aquello en lo que está sin poseerlo, por aquello en lo que es sin abarcarlo.
La adoración descubre y reconoce. Descubre el centro y en él pone su morada, hinca su eje que le permitirá abrirse a todo sin perder su estabilidad. Quien está anclado puede navegar por muchos mares sin miedo, aunque sienta el estremecimiento propio de las sorpresas. Veo tan difícil navegar sin haber ido primero al propio centro, como extraño haber llegado al propio centro y pretender dormirse en él sin salir al encuentro de los demás, cuyos centros proceden de la misma fuente que el mío y en ella se encuentran.
En este tiempo pascual estamos invitados a descubrir la presencia del Resucitado en nuestro centro, sepulcro vacío y lleno de vida, para escuchar su mandato: id y sed mis testigos, sin miedo, con alegría, anunciando su buena noticia y construyendo su reino.