EL AMOR HUMANO Y DE TODO LO HUMANO ES ALGO DIVINO
Caminamos porque tenemos piernas. Vemos porque tenemos ojos. Y todo nos parece muy normal, como si así tuviese que ser necesariamente. Sólo cuando perdemos una pierna o un miembro nos damos cuenta del don que estábamos disfrutando. Don porque es algo que recibimos gratuitamente, sin que se nos pida permiso, y don que podemos perder igualmente sin ser preguntados. Es entonces cuando comenzamos a valorar en su justa medida lo que tenemos, cuando lo perdemos. ¿Es necesario esperar a ello?
Pues si importantes son nuestros miembros corporales, ¿qué diremos de aquello que más nos puede llegar a colmar? Bien sabemos que no hay mayor gozo que el amor, que su presencia nos reconforta, nos hace crecer como personas, nos permite ver todo con optimismo, pues el enamorado es creativo y las cosas le parecen bellas. Mientras que la ausencia del amor nos introduce en el hoyo del sin sentido, nos paraliza y nos hace ver todo desde la bruma de la negatividad.
Por ello podemos decir que el amor humano y de todo lo humano es un don de Dios, la presencia viva de él en medio de nosotros. Por ello es también reconfortante la visión encarnada del amor que nos ha presentado el papa Benedicto XVI en su encíclica Deus caritas est.
Dios es amor y estamos llamados a experimentar ese amor. Pero a Dios sólo le podemos amar desde lo que somos, con nuestra capacidad humana de amar, como sólo le podemos conocer con nuestra mente limitada, aunque, eso sí, con el plus de trascendencia que nos da el Espíritu que todo lo vivifica, tanto nuestra mente como nuestro corazón.
Hay quien dice que Dios no es más que una proyección de nuestra mente o de nuestro amor por el hecho de que lo “concebimos” o lo “sentimos” de alguna forma, pero ¿es que podríamos llegar a él desde lo que no somos? No somos espíritus puros ni simples cuerpos animados, sino humanidad vivificada por el Espíritu.
En la Encarnación del Señor lo divino se hace humano y lo humano divino. En la Redención pascual Dios mismo asume nuestra humanidad en su máximo dolor y en la plenitud de un amor que da la vida por los que se la quitan. Entonces, ¿cómo desencarnar nosotros cualquier expresión de amor, aún el más espiritual? ¿Cómo privar de contenido el dolor asumido desde el amor?
Jesús nos presenta un amor de Dios muy humano. Un amor que llora ante la muerte del amigo; que se desvela esperando al hijo que marchó; que no le importa ser abrazado por una prostituta; que goza de la comida con pecadores haciendo que brote de esa semilla un amor más excelso. El amor de Dios que Jesús nos revela es un amor muy metido en la vida misma, un amor con entrañas, es una experiencia de amor y no un discurso sobre el amor. Por eso sus palabras eran entendidas por la gente sencilla y despreciadas por los que se refugian en sus pensamientos y doctrinas ante la incapacidad o el miedo de ver y tocar lo humano, tan frágil y tan hermoso.
Hay muchas cosas que se nos escapan porque estamos lejos de nuestra humanidad o de nuestra divinidad participada en el espíritu de Jesús. El amor desencarnado es ilusión. El amor que no se trasciende es muy precario. Día a día somos testigos de ello. El amor de Dios no “experimentado” sólo nos puede motivar en los momentos de euforia, es decir, lo confundimos con la euforia que nos anima. El amor al hombre que no se trasciende, corre el grave riesgo de matarnos en un sufrimiento sin límites cuando muere el objeto del mismo.
¡Ojalá nuestra fe nos haga ver la presencia de Dios en todo y trascender todo lo que vemos y tocamos! Entonces, quizá, podremos disfrutar sin nada rechazar, sin nada apropiarnos y todo agradeciendo.