CAPITULO GENERAL: loado seas, mi Señor, … por la fuerza del deseo
Loado seas, mi Señor, por estos días que nos has concedido para reunirnos en Capítulo General en la tierra de uno de tus predilectos, tu “poverello”. Concluida ya esta reunión de abades y abadesas, me retiro al santuario de Asís, donde reposan los restos de San Francisco, para compartir con vosotros lo que el Espíritu me inspire.
Uno de los temas que ha sugerido el Abad General en sus conferencias ha sido el deseo, fuente de vida inserta en lo más profundo de nuestro ser, sin lo cual no avanzamos, pero que tenemos que “ordenar” para que no nos lleve por donde no queramos. Cuando experimentamos el deseo, una fuerza brota en nosotros que nos pone en movimiento, fuerza que nos saca de nuestros estancamientos, fuerza que nos impulsa a caminar con ilusión. Quizá por ello, nuestros estados lánguidos sean reflejo de la ausencia de deseo.
San Bernardo nos habla de ordenar el amor, los afectos, para gozar de su plenitud, pues un amor desordenado se transforma en trampa paralizante, que nos centra más y más en nosotros mismos. Aunque aún es peor no encontrar en nosotros algún deseo que ordenar. Quien carece de deseo, carece de vida. Y el deseo es tanto más sublime cuanto más espiritual, por eso el amor mueve más que cualquier otro bien material. Pero a la plenitud del deseo sólo podemos llegar desde nuestra humanidad más tangible. Su mayor plenitud está en el espíritu, pero no podremos llegar a ella “saltándonos” sus expresiones más tangibles.
San Francisco, hombre de deseos muy humanos, fue arrebatado por un deseo sin límites, un deseo primigenio que le impulsaba a moverse sin desear otra cosa que la de corresponder al amor recibido. Esa fue su conversión. Abrazado a la hermana pobreza, que le libera de todo deseo posesivo, no sólo se despoja de sus ropas, sino incluso de su repugnancia por unos leprosos a los que después abraza y sirve. El deseo primigenio que le despoja de todo es lo que le permite responder a una interpelación imposible del Cristo de San Damián: “Francisco, reconstruye mi Iglesia, que se está cayendo”.
Esa voz también la escuchamos cada uno de nosotros. A nadie se le ha pasado todavía la hora. Siempre es tiempo apropiado para despojarnos y preguntar: Señor, ¿qué quieres que haga? Él actúa en los pobres. Por eso, en este Capítulo, hemos podido exclamar:
– loado seas, mi Señor, porque has infundido en las comunidades más pobres y envejecidas el deseo de entregarte lo poco que tienen de sí, sin caer en la tristeza del que le quitan la vida añorando otras seguridades.
– loado seas, mi Señor, por los hermanos de China que sobreviven y crecen en la persecución, con un deseo que les ha permitido perseverar y compartir estos días con nosotros tras 50 años de ausencia.
– loado seas, mi Señor, por la nueva rama de fraternidades de laicos que, poco a poco, va embelleciendo tu Iglesia cisterciense.
– loado seas, mi Señor, porque en este Capítulo nos has recordado que el papel de los superiores es muy importante, que se dedican a sus comunidades, y que su misión es antes servir que presidir, desvivirse para que otros tengan vida, colocarse a los pies de sus hermanos para ayudar a consolidar el edificio.
– loado seas, mi Señor, porque en este Capítulo nos has empujado a decisiones históricas, como el transformarnos en un solo Capítulo de monjes y monjas en completa igualdad y abierto a una pluralidad cultural más y más patente. Lo diverso nos hace descubrir la identidad de nuestra diferencia y aquello que, por ser esencial, es común a todos, pudiéndose dar una comunión en la complementariedad.
– loado seas, mi Señor, porque también nos has invitado a descubrir lo grande en lo pequeño, lo sublime en lo cercano. El deseo que está fuera de nuestro alcance, produce frustración. Es de sabios saberlo vivir en aquello que tenemos. Entonces la pobreza deja de pedir una palabra de consolación para ser creadora de novedad; la precariedad, asumida en la fe, genera esperanza; la vivencia del amor con los que nos rodean, acrecienta unas buenas y gratificantes relaciones.
– loado seas, mi Señor, porque eres el que eres y nos invitas a alabarte en lo que somos.