¿CUAL ES NUESTRA IDENTIDAD?
Cuando Moisés delante de la zarza ardiente preguntó a Dios su nombre, éste le respondió: “Yo soy” y se implicó prometiendo liberar a su pueblo. Cuando Jesús en el huerto de los olivos va a ser apresado y preguntan por él, responde: “Yo soy”, y si me buscáis a mí dejad marchar a estos, implicándose también en favor de los suyos. Pedro, sin embargo, niega temblorosamente su identidad ante el interrogatorio del siervo: “Yo no soy”, y con ello rehuye toda implicación. ¿Por qué? Pedro había sido muy rápido en prometer al Señor en el transcurso de una cena el seguirle incluso a la muerte. Y esa rapidez de compromiso, motivada por un mero deseo y entusiasmo, se reveló estéril. A Pedro le movía el amor a Jesús, pero todavía no había llegado el momento en que tomara conciencia de lo que él era verdaderamente, por eso escucha las palabras del Señor: “Adonde yo voy no puedes seguirme ahora, pero me seguirás más tarde”. Y no sólo negó a Jesús cuando fue prendido, sino que, según la tradición, pretendió huir de Roma en tiempo de persecución. Pero finalmente dejó que “otro le llevara donde no quería”. ¿Qué tuvo que suceder? Sin duda, tomar conciencia de quién era y qué se le pedía.
Cada uno de nosotros puede decir con el filósofo: “yo soy yo y mis circunstancias”. Esas circunstancias no son otra cosa que mi relación con lo exterior a mí, con las cosas, los acontecimientos, las personas, … , que van a influenciar mi identidad. Si me considero forofo de un equipo de fútbol, no estaré obligado a mucho más que comprarme una bufanda con su escudo y animar al equipo de vez en cuando. Si me hago miembro de una asociación o de un partido político, mi implicación social será mayor. Si asumo una corriente de pensamiento, estaré muy determinado por sus principios. Si soy padre o hijo, no podré dejar al margen esa realidad de mi propio ser, lo que me comprometerá ineludiblemente. Dios se reveló a Moisés como Dios de su pueblo, por eso se comprometió con él. Jesús de Nazaret se sabía hijo de Dios, por eso llevó su identidad hasta sus últimas consecuencias, acogiendo los designios inescrutables de su Padre. Pedro deseaba seguir a su Maestro, pero aún no había descubierto su verdadera identidad, por lo que carecía de fuerzas para ello.
Cada uno de nosotros tiene su propio camino porque tiene su propia identidad. Intentar seguir miméticamente los pasos de otro por muy santo que sea, no es hacer el propio camino, no es fruto de la propia identidad. El Señor Jesús, se nos dice, fue creciendo lentamente en sabiduría (Lc 2, 52), tomando conciencia de su identidad de hijo de Dios y de su misión, identidad que le mantuvo hasta el final, aún ante una paternidad que parecía esconderse en el calvario. El Señor Jesús hizo su camino y nos mostró el nuestro. El descubrir lo que somos nos llevará a hacer nuestro propio camino como él lo hizo, pero sin pretender hacer el que él hizo, que sólo a él perteneció. Así como él hizo su camino en total confianza, sabiéndose hijo muy amado del Padre, intentando hacer siempre la voluntad del Padre, descansando en él, así nosotros estamos llamados a hacer nuestro propio camino, sabiéndonos hijos de nuestro Padre y abrazando su presencia en todo nuestro existir. La forma que tengamos de afrontar nuestra historia nos revelará la conciencia que tenemos de nuestra condición filial, pues la identidad impulsa a caminar, mientras que el que carece de ella simplemente es llevado por los vaivenes de la vida.
Una persona sola nunca se descubre a sí misma. Pero una persona rodeada de gente tiene que tener la sabiduría necesaria para no confundirse con los demás intentando imitar, sino valerse de la oportunidad que le da la relación con los otros para despertar su verdadera identidad. La identidad no es exactamente aquello con lo que yo me identifico si no soy realmente yo mismo. Es tan ingenuo el que se busca a sí mismo en la imitación o beneplácito de los otros como el que lo pretende hacer marcando unas diferencias que le hagan sentirse original.
Pienso que la identidad es algo personal y comunitario. Si para descubrir la propia identidad hay que saber escuchar mucho, dejarse interpelar por los otros, también lo hemos de saber hacer comunitariamente, escuchando el latido de la Fraternidad, en sí y en su relación con la comunidad monástica, para responder en consecuencia. Quizá entonces podamos reconocer mejor nuestra identidad sin que nos despisten los roces propios del ir juntos.