QUIEN TRABAJA POR LA COMUNIÓN CREA COMUNIDAD
La comunidad no es algo secundario para nosotros, a quienes se dirigen aquellas palabras del Génesis: ‘No es bueno que el ser humano -hecho a imagen y semejanza de Dios- esté solo’. Y no se trata de tener con quien amenizar el camino, sino de poder entrar en relación de comunión, esa comunión que se nos revela entre las personas de la Trinidad.
Es un tema que sale con frecuencia, como no puede ser menos, y que también lo trata D. Bernardo en su última carta. Jesús quiso anunciar la Buena Nueva a sus discípulos reuniéndoles en comunidad. El Señor sacó a su pueblo de la esclavitud de Egipto, le hizo experimentar su bondad en el desierto y lo introdujo en la tierra prometida, haciéndolo siempre como pueblo, como comunidad “eclesial”, es decir, pueblo “convocado” por Dios. Y si él nos convoca, él es la razón de ser de nuestra comunidad, el origen, camino y meta de nuestra comunión.
Y ¿qué es la comunión? Seguro que si nos lo preguntamos, no todos decimos lo mismo. Nadie saca su conocimiento ni sus respuestas de la punta de los dedos. Todo es un aprendizaje que se va enriqueciendo con nuestra aportación y madurez. Por eso es tan importante saber de dónde partimos, cuáles son las experiencias que tenemos y que nos llevarán a tener una visión particular de la comunidad, aún sin pretenderlo. Muchos pueden ser nuestros puntos de referencia: la familia, el grupo de amigos, el club que comparte aficiones, la agrupación para alcanzar un fin o negocio, la estructura militante de algunas instituciones o ¡la comunidad de vecinos! Pero la Fraternidad y sus comunidades bien sabemos que son otra cosa, que sólo se pueden entender como la comunidad de Jesús.
La comunión es el amor al que Jesús nos convoca. Estamos hechos para amar. Quien se adentra en el camino del amor descubre en el propio corazón su sed grande de amar y de sentirse amado. Pero con frecuencia encontramos algo que nos ata, que nos impide mostrar lo que deseamos y experimentar la comunión en el amor. Esto nos hace sufrir, nos hace sentirnos prisioneros de nosotros mismos. Hasta que convencidos de que las ataduras se pueden romper, hacemos el camino de conversión cuaresmal y cambiamos el sentido de nuestra mirada, comenzando a mirar al otro. Es entonces cuando descubrimos que el amor busca comunicarse, necesita comunicarse. Es la necesidad de compartir con el otro el bien recibido. Y no compartirlo sólo a nivel de noticias, información o ideas, sino como comunión de bienes y de uno mismo. Cuando así se comparte, se experimenta que lo mío pasa a ser nuestro, que somos los dos los que nos gozamos con el bien de cada uno y usamos de él. El hermano tiene ya el mismo derecho que yo a usar el bien que yo poseo. Así la comunión acrecienta cada uno de nuestros dones y sabe salir en defensa de los peligros que la acechan. Cuando somos capaces de mirar lo propio como de todos y lo de los otros como propio, la envidia desaparece, el gozo se incrementa, la delicadeza se potencia, la comprensión se constituye en la forma habitual de relacionarnos. No hay lugar a la crítica, sino al estímulo y a la misericordia. Y la reserva y pudor que tenemos con lo mío la tenemos con lo nuestro. Entonces podemos decir que nuestra comunidad vive la comunión en el amor.
La comunión en la Fraternidad y en sus comunidades es un reto. No nos debe desanimar el no conseguirlo de inmediato, pero sí debemos escribirlo en el frontispicio de nuestra vida como algo hacia donde caminamos, sin importarnos lo tortuoso del sendero, las caídas, los retrocesos o los cansancios. Todo camino conlleva una buena dosis de aventura e incertidumbre, y el camino de la fraternidad en el amor no es diferente. Pero necesitamos crear momentos de comunión, compartir lo que llevamos dentro, cultivar las buenas relaciones con delicadeza y respeto, estar atentos a la ayuda mutua, ser prontos a pedir, dar y recibir el perdón. Pero sobre todo es necesario la actitud del corazón que desee aquello que persigue, y sin lo cual nunca daremos el paso definitivo que rompe los muros que nos creamos a nuestro alrededor y que defendemos con razones, razones y razones que nos impiden “mirar” acogedoramente al otro.
Todos nos necesitamos existencialmente, ¿pero somos capaces de reconocerlo? Reconocer la necesidad de los otros en el amor es reconocer la importancia del otro en mi vida, importancia que implica mi propio llegar a ser aquello que soy y que tiene que ver con el amor que es causa, camino y meta de mi existir. Todo un reto de comunión que espero sepamos vivir en nuestras comunidades y que será el mejor signo pascual que podemos ofrecer.