“Si Dios no es mi Dios, no existe para mí”
¡Qué facilidad tenemos para hacer de las cosas un puro sentimiento o una pura idea! Lo que sentimos lo tenemos por real, y sin duda lo es, pero pasa con la misma velocidad que pasa el sentimiento, dejándonos una sensación de precariedad. Lo que pensamos lo tenemos por más sublime, más imperecedero, pero poco tangible, por lo que nos viene la duda. ¿Dónde se encuentra Dios?, ¿dónde está nuestra fe? Cuando Dios queda reducido a un sentimiento, poco dura y marcha como si fuera a trompicones. Cuando Dios se nos queda en un simple concepto o en una realidad etérea, como un aliento vital que todo lo embarga, podemos tener la frustración de sentirnos ajenos a él ante la cruda realidad de la vida.
La fe la recibimos por el oído, nos viene a decir San Pablo, pero la experiencia de la fe sólo se sostiene cuando es vivida desde dentro. Dios llama a nuestra puerta, pero sólo es Dios para nosotros cuando habita dentro. Necesitamos purificar el ídolo que tantas veces hacemos de Dios para que sea llana y simplemente mi Dios. ¿Qué puede significar eso? ¿Qué produce en nuestra existencia?
Ciertamente que no se trata de enajenarse de la realidad, refugiándose en un intimismo religioso que sólo le importa estimular la devoción del corazón. Esa experiencia de “mi Dios” es demasiado sicológica y sentimental. A mi juicio se trata de otra cosa. La experiencia religiosa es de gran profundidad, pues echa sus raíces en lo más íntimo de uno mismo y le proyecta a una dimensión universal que todo lo acoge y todo lo trasciende. Es ahí donde descubrimos la mayor potencialidad del corazón humano: el amor, enraizado en lo íntimo de nosotros y abierto a todos y a todo en una sed que nunca es plenamente colmada. Pero todo amor requiere necesariamente un interlocutor al que me dirijo y del que recibo. Por eso, si Dios no es mi Dios, difícilmente podré dar cauce a esa fuerza impetuosa que es el amor, sosegadamente apasionado.
Para Jesús, Dios es “su Padre”, y nos enseña que es lo mismo para nosotros: “subo a mi Padre y vuestro Padre, a mi Dios y vuestro Dios” (Jn 20, 17). Se siente enviado por su Padre. El vino a hacer la voluntad de su Padre. No descansará hasta no hacer la voluntad de su Padre. Necesitaba imperiosamente retirarse a la soledad a estar con su Padre y escuchar su voz. Cuando se vive “desde el Otro”, sin dejar de ser nosotros, la motivación de lo que hacemos se acrecienta, pues es fecundada por el amor que nos saca de nosotros mismos. Y la paz reina en el corazón, al no preocuparnos ya tanto los “resultados”, cuanto el acto mismo de amor por el que actuamos. Es éste el que nos vivifica, sin esperar la gratificación del éxito.
Pero hay diversas formas de considerar algo como “mío”. Mío es el objeto que he adquirido y que trato a mi antojo. Mío es el ser que la naturaleza me ha podido dar (hijos, padres, hermanos), y que ya no trato a mi antojo, sino con respeto, pues es algo de mí, aunque distinto, es una vida recibida y dada. Mía es también aquella persona con la que he decidido compartir mi vida y lo más íntimo de mí (cónyuge, amigo). Lo que no considero como mío, no lo valoro tanto. Y tanto más valoro lo mío cuanto más puedo compartir con él. Cuando lo “mío” se transforma en lo “nuestro” nos introducimos en un camino apasionante, el del amor.
Es esa experiencia de “mi Dios” la que nos vivifica y nos invita a concretar nuestra capacidad de amor en la vida. Quien dice “mi Dios”, se siente movido naturalmente a decir mi familia, mis amigos, pero también, mi comunidad (Fraternidad), mi pueblo, mi mundo. Un “mío” nada posesivo, sino relacional, solidario, unitivo. Es entonces cuando habremos aprendido a orar como Jesús nos enseñó: Padre nuestro…. Con ese sentido de pertenencia espero que sigamos caminando fraternos y monjes. Un abrazo.