Frutos del último Capítulo General
Dad gracias al Señor, porque es bueno (Sal 135). Un corazón agradecido es grato al Señor y a los hombres. Al finalizar un año más, es buen momento para mirar atrás y ver el rastro que ha dejado en el camino la presencia de Dios en nuestras vidas. Su presencia está ahí, y los que tienen fe la saben ver, intuyendo el poso que deja su rastro y que va pacificando el corazón al hacerlo confiado, excluyendo el temor de los que aún no se saben hijos.
El ser humano es indigente, por eso teme; el hijo también lo es, pero no teme, aunque sufra y sienta las privaciones.
El último Capítulo General nos da un mensaje: quien afronta su precariedad descubriendo en ella el grano que voluntariamente cae en tierra y muere, se transforma en fuente de vida. La muerte engendra vida cuando la vida se da y no sólo se nos quita. Quien se aferra a la vida entendiéndola como fortaleza, seguridad o bienestar, malvive con amargura viendo cómo se le acerca la muerte. Quien ama, se olvida de sí mismo, recibiendo en su mismo acto de amor la recompensa a su donación, sin otra cosa que esperar. ¿Quién puede decir que no tiene precariedad que ofrecer? Aceptar nuestra precariedad es aceptar nuestra limitación, cayendo sus ataduras en ese preciso momento, pues no es pobre el que “carece de cosas”, sino el que experimenta esa carencia como una limitación que no le deja ser él mismo.
La felicidad está en mirar al futuro desde lo que somos. Es entonces cuando todo se recibe “por añadidura”, permitiéndonos vivir siempre en plenitud, con más o con menos, aquí o allá, de una forma o de otra. Pero esa plenitud interior que sosiega el alma sólo la recibe el que “está sostenido” y se sabe sostenido. Quien pretende sostenerse con sus propias fuerzas, tiene miedo, pues bien conoce la fragilidad de su columna. Quien se deja sostener ha de dar el salto abisal de la fe, del amor, que una vez dado, pacifica.
¿Pero qué amor es verdadero si no ha sido antes probado? Así la precariedad sólo la descubrimos como salvífica cuando la abrazamos. ¿Quién es el valiente capaz de abrazar sus miedos o el fuerte sus debilidades? El paradigma de la juventud, con sus compañeros de camino -la salud, la fuerza y el futuro-, nos dificulta “saborear” el tiempo presente cuando todo eso ya no está. Por eso, el paso forzado por el atardecer de la vida o de la salud quebrantada, es un momento de crisis y de decisión entre lo que somos y lo que tenemos y podemos perder. Ese trance que la vida nos impone a todos, nosotros podemos escogerlo libremente, manifestando nuestra fe en la paradoja de las bienaventuranzas.
Es entonces cuando podemos ser luz y sal, cuando podemos ofrecer algo nuevo de forma nueva. Quizá en ese momento se adueñe de nosotros la libertad de corazón de los sabios, capaz de pacificar por estar pacificado. Sí, los cristianos debiéramos aportar una visión nueva de las cosas que brote de un corazón pacificado y confiado. Pero una visión comprometida, fruto de una fe que está viva.
En este tiempo en el que nos disponemos a celebrar el nacimiento del Señor, la realidad mundial nos invita a abrir los ojos para ser críticos con el mal y aportar soluciones desde el evangelio. Soluciones que serán necedad para los calculadores, pero que es el camino de Jesús, el único que transforma los corazones y da vida desde dentro.
Hay un fenómeno que nos llama a la reflexión: la violencia en el mundo. Estamos en un momento en que el temor se apodera de muchos por un enemigo que aparece difuso y difícil de controlar y que atenta contra muchos intereses y personas. Evidentemente es algo detestable y se aparta diametralmente del evangelio. El dolor que produce en tantos inocentes es del todo injusto. Sus medios no son aceptables. Y la violencia es un fenómeno que, cuando empieza, entra en una espiral cada vez más macabra.
Pero al mismo tiempo sería bueno hacernos un poco de autoexamen sobre ciertas actitudes que avivan el fuego del odio más que sofocarlo. ¿Tenemos el valor de preguntarnos por qué nos hemos hecho odiosos a los ojos de algunos?
Da vergüenza constatar tantos manejos interesados de los más poderosos sobre los pueblos más pobres. Unas veces de forma directa, colaborando en la corrupción de sus gobernantes para sacar algún provecho. Otras, con una presión tecnológica y comercial injusta que sonroja a los más sensibles. Algo que nosotros mismos podemos estar tentados de hacer con los que nos rodean. Si a nuestro alrededor existe el odio, preguntémonos por qué nos hemos hecho odiosos. Sólo entonces podremos trabajar acertadamente en la transmisión del evangelio de Jesús, Amor de Dios encarnado, Paz entre los hombres a los que Dios ama.
Mis mejores deseos para todos vosotros en estos días de familia y de gozo por la encarnación visible de nuestro Redentor.