La aceptación de las cosas como son puede parecer parálisis, pero no es así. Lo parece porque nos fijamos en lo que se ve y no en lo que sucede y no se ve. Se ve la situación que tenemos delante. No se ve la transformación interior que supone dicha aceptación. Tan atareados estamos en el hacer, tratando de solucionarlo todo inmediatamente, que no creamos el espacio necesario para que todo pueda cambiar. Se decía de Einstein que le gustaba pararse a no hacer ni pensar nada, pues de ahí le surgían intuiciones muy valiosas. Como ya dije más arriba, la creatividad surge de forma natural cuando creamos esos espacios libres de ruido y actividad. Es algo que brota de nuestro ser profundo que necesita verse liberado de la agitación mental para ser fecundo. Aceptar inicialmente las cosas tal y como son, silencia el ruido de nuestro enfado por el presente y de nuestra angustia por el futuro. Preparamos así el momento para que brote la luz que nos ayude a actuar de la forma más sabia. Cuando actuamos con paz ante lo que no nos gusta, aceptándolo como es, eso mismo nos transmite paz. Pero si actuamos con agresividad y no aceptación, eso mismo se volverá contra nosotros de forma igualmente agresiva, haciéndonos mucho daño. Un daño que se origina en nuestra actitud y no en los acontecimientos en sí mismos.
A veces podemos pensar que tenemos que ir al psicólogo o encontrar un maestro espiritual de calidad. El problema no está ahí. Ciertamente que en ocasiones necesitaremos una ayuda terapéutica o farmacológica, pero lo más importante es tomar conciencia de lo que nos sucede y decidir cambiar de actitud, pues una mala actitud es como una llanta de coche pinchada, no llegaremos muy lejos hasta que no la cambiemos. Ir al psicólogo o al maestro espiritual para que nos libere de nuestro enojo o reafirme nuestras razones es una pérdida de tiempo y de dinero, aunque tengamos algún consuelo. Ir a ellos con la apertura suficiente para conocernos y cambiar de actitud, es más sabio y eficaz.
De nada sirve culpar a las cosas ni quedarnos en una culpabilización estéril. Culpabilizar es no acoger ni afrontar lo que nos sucede. Si pierdo una pierna me da lo mismo que haya sido porque me pasó por encima un camión o un coche. Lo importante es que estoy sin pierna y necesito aceptarlo y aprender a vivir sin ella de la forma más saludable. Hay quien no para de recordar su pasado traumático o su niñez desdichada, y con ello no hace sino retroalimentar un pasado tóxico entrando en un bucle de autocompasión, amargura y culpabilización de los demás que le llevará a ser suspicaz, estar malhumorado o manifestarse de forma agresiva con frecuencia. Está bien conocer lo que nos pasa, pero lo verdaderamente importante es caminar con ello, tener un motivo para vivir con dos piernas o con una sola. Solo la motivación y el sentido que demos a nuestra vida será lo que nos dé fuerzas para caminar.
Es curioso cómo a veces nos identificamos tanto con nuestra desgracia que terminamos defendiéndola o justificándola, como si nos estuviéramos justificando y defendiendo a nosotros mismos. Nosotros no somos nuestras desgracias. Esas situaciones no son más que la oportunidad para tomar mejor conciencia de nosotros mismos y crecer con un buen manejo de la situación. ¿Y cómo lo hacemos? Es simple. Uno está pasando una prueba o una enfermedad y otro le habla con optimismo ante lo que va a suceder en el mundo, en su comunidad, etc. La reacción inmediata del que está padeciendo la prueba es cerrarse a toda visión optimista justificándose en su dolor y respondiendo: “déjate de tonterías, si tú estuvieras pasando por lo que yo estoy pasando, seguro que no dirías lo mismo”. Y es normal, esa persona se identifica con su situación y se cierra a cualquier otro pensamiento, terminando por priorizar y defender la enfermedad al pensar que con ello se está defendiendo a sí mismo. Es la actitud más corriente, pero no la más saludable. Con frecuencia nos cerramos porque no sabemos distinguir algo esencial: la aceptación de nuestra realidad no significa que las cosas vayan a cambiar ni que comencemos a saltar de júbilo, pero sí nos dará una mayor paz que se asemeja a un tipo de felicidad más profundo y sereno, alimentado por el sentido que damos a la vida aun en los momentos difíciles que estamos pasando, sin dejar que eso nos cierre el futuro.
Visto desde una perspectiva cristiana escuchamos las palabras de Jesús cuando nos invita a acudir a él con confianza y abrazar nuestra propia cruz sin miedo. Normalmente nos resistimos mucho a aceptar la propia cruz y tenemos mil razones para rechazarla. Pero lo cruel de la vida es que ciertas cosas no tienen solución nos pongamos como nos pongamos. Podemos ahogar nuestras penas en la bebida o tratar de huir por caminos equivocados, pero eso no hace más que agravar el problema dejándonos un dolor aumentado. Actuar así hace que seamos nosotros mismos los que vayamos empeorándolo todo.
Cuando el cristiano da sentido pleno a su vida y a las circunstancias más duras que le suceden, es que se ve inserto en el plan salvífico de Dios. Un plan que puede resultar desconcertante e incomprensible, pero que al abandonarnos en Dios se va a llenar de sentido gracias a la fe y confianza en él. Un niño que va de la mano de su padre o de su madre no se preocupa de más. La mano de su progenitor le ayuda a llenar de sentido toda su existencia sin que él mismo lo llegue a percibir. Más impactante que las cosas que vive, es la confianza que siente. Las situaciones pueden ser diferentes y quizá las recuerde en el futuro. Pero lo que de verdad se le quedará grabado a fuego en su interior es el sentimiento de seguridad al estar de la mano de su progenitor o de profunda inseguridad cuando esa mano le ha abandonado o él se alejó de ella. Por eso la fe en Dios no es algo baladí en la vida del ser humano. Es una dimensión tan fundamental que su ausencia nos hace vivir perdidos. La fe no nos hace seres inferiores ni más primitivos, como algunos defienden endiosando a la razón o la ciencia. La fe echa las raíces en lo profundo del ser humano como algo primordial que no está en oposición a la razón o la ciencia, sino que las sostiene dejándose iluminar mutuamente.
Es muy importante tratar de encontrar un sentido en la vida, algo que dé sentido a nuestra existencia y a los momentos más adversos. Hace tiempo leí una noticia sobre una presentadora de televisión, Beatriz Montañez, que se hizo conocida por trabajar varios años en un exitoso programa, El Intermedio, y relataba cómo detrás de la apariencia de éxito que tenía su vida había entrado en una espiral de sin sentido que la tenía perdida: “Empecé a escuchar el tictac de una bomba que podría explotar en cualquier momento”, dice. Se fue. Luego hizo un programa que le acabó de quemar los fusibles. Fue entonces cuando la bomba de relojería estalló y se fue de viaje por Asia. Estuvo en templos budistas. Luego se recluyó en una casita en medio de la nada a la que se llega por una pista de tierra, sola y aislada. “Había telarañas por todas partes, colchones llenos de pulgas y alfombras llenas de vida. No tenía agua caliente ni luz. La chimenea no tiraba. La primera noche dormí vestida. Pasé frío y oía ruidos extraños. Acabé durmiendo por puro cansancio, pero me quedé dormida con una sonrisa. Esa primera noche fui muy feliz. Estaba en paz. Era una sensación que nunca había experimentado”. “No poseer nada es una de las facetas de la libertad”. Allí estuvo durante cinco años viviendo una vida muy frugal con 150 euros al mes para comprar el alimento necesario en el pueblo más cercano a varios kilómetros. Tiempo dedicado a la meditación y vida en la naturaleza que le ha ayudado -dice- a encontrarse a sí misma y poder dar algo de sentido a su vida. Me hizo pensar al comprender que una de las cosas más importantes que hoy se necesita en medio del gran bullicio en el que nos encontramos es hallar sentido a la propia vida. Creo que somos unos afortunados si así lo vivimos y lo podemos compartir, pues la vida monástica es imposible vivirla sin darle un sentido.