Cuando aceptamos las cosas como son es que reconocemos la realidad tal y como es, tratándola de asumir con paz. Esa aceptación no significa que no actuemos para mejorar la situación. En muchos momentos de nuestra vida nos topamos con situaciones adversas, calamidades personales o personas irritantes. De nada nos sirve gritar, protestar ni maldecir nuestra mala suerte. Las cosas son lo que son y hemos de recibirlas así. Otra cuestión muy diferente es que nos quedemos paralizados soportando estoicamente nuestro destino. Estamos llamados a mejorar las cosas con el sosiego que da su aceptación previa.
Actuar desde la pacificación interior nos ayuda a ver el problema en su dimensión real, sin desproporcionarlo. Cuando no acogemos las cosas como vienen, nuestras emociones terminarán desfigurándolo todo, haciéndonos pensar que eso que nos ha sucedido es fruto de un mal mayor, de una conspiración contra mí, de una maldición de mi destino, de que la humanidad o mi comunidad son malas y me rechazan, etc. Esto avivará el temor y la ira, quedándonos sin el sosiego suficiente para ver las cosas en su justa medida y poder actuar de forma equilibrada.
Cuando acogemos lo que nos sucede tal y como viene, nos percatamos del problema afrontándolo tal y como es, sin agrandarlo ni minusvalorarlo, ni caer tampoco en un fatalismo que ve las desgracias como cosas del destino sin tratar de modificarlas. Esto no lo podemos hacer ni cuando tenemos fe. La fe nos hace reconocer en todo la providencia amorosa de Dios, pero no para quedarnos paralizados, sino para afrontarlo. Unas veces será poniendo paz donde hay guerra, justicia en la injusticia, amor en el odio, salud en la enfermedad, pero otras veces será dando sentido al sinsentido del mal, del dolor, de la opresión. Un sentido que solo surge cuando nuestra vida es vivida desde Dios como una historia de salvación en la que todo alcanza un sentido al haberla entregado como un acto de amor, creyendo en el poder salvífico que tiene para la humanidad ese acto de amor capaz de dar la propia vida sin que nadie nos la quite realmente.
Por lo general, nos asusta más lo que conlleva un hecho calamitoso que el hecho en sí mismo. Si tenemos un accidente, nuestra mayor preocupación surge al pensar las consecuencias de este, lo que supondrá en mi vida, etc. Quien tiene fe trata de abandonarse en la providencia de Dios, fijándose solo en el acontecimiento desagradable que le ha sucedido para intentar afrontarlo o solucionarlo lo mejor posible.
La aceptación pacífica de las cosas alimenta la mansedumbre, una de las bienaventuranzas de Jesús. La rebeldía irascible revela ausencia de mansedumbre. El manso no es el pelele asustadizo incapaz de hacer frente a las cosas. Éste, en realidad, está actuando con una violencia hacia sí mismo que le paraliza por miedo, destruyéndolo por dentro. El manso tiene una motivación para serlo, para no dejarse llevar por la violencia ni cegarse por las situaciones adversas. Ve las cosas tal y como son y confía completamente en Dios. Él simplemente debe gestionar la situación desde esa confianza, creyendo en la providencia divina y sabiendo que no se le pide cambiar lo que no depende de él, sino afrontarlo todo desde la lucidez del evangelio. Esto le traerá paz, le hará sentirse con una libertad por encima de los acontecimientos y lo preparará para una acción más clarividente en cada caso.
La aceptación supone no oponer una resistencia visceral. Esto lo podemos intentar practicar en multitud de ocasiones en las relaciones cotidianas sin esperar a que sucedan situaciones especiales. Es fácil vernos enfrentados con otros por lo que opinan o por su forma de actuar ante la vida. Cuando alguien afronta las cosas de manera diferente a como yo lo haría, o manifiesta una opinión muy diversa a la mía, no es raro que me confronte con él, y más todavía si se me ha enfrentado. Y como nos damos mil razones para defender nuestra postura, no vemos motivo alguno para ceder, muy al contrario, nos empleamos a fondo para convencer al otro. En ese esfuerzo no solo no conseguimos nuestro propósito, sino que vemos cómo el otro se va radicalizando y nosotros desencajando. El resultado suele ser el rechazo en forma de insulto, de desprecio o de lejanía, todo ello movido por la ira que produce la frustración.
Es importante trabajar porque brille la verdad -aunque muchas veces se trata solo de nuestra verdad-, pero todavía es más importante y difícil dominarnos, es decir, ser verdaderos señores de nosotros mismos, lo que nos dará luz para ver la verdad y trabajar por ella. Por eso no debemos temer en trabajar primero esto, a nosotros mismos. Cuando alguien expone algo que no comparto, le digo mi punto de vista y veo que su postura todavía se aleja más y me pone nervioso, ¿por qué no cambiar de actitud?, ¿por qué no parar esa espiral de respuesta reactiva? Si soy capaz de rendirme acogiendo lo que él opina, sin tener por qué renunciar a mi opinión, ni despreciándolo altivamente -lo que es una forma sutil de ira-, entonces es muy posible que observe cómo las cosas van cambiando. Dejo de alimentar la agitación del otro con mi propia agitación, amansando la fiera con la mansedumbre. En mí reina mayor paz y en el otro baja la agresividad al no sentirse atacado, lo que facilita el diálogo. Esto no es nada fácil, pues solemos tener nuestro ego desbocado alejando la mansedumbre.
En ciertos momentos la acción más poderosa es la inacción. No se trata de la inacción del perezoso que no quiere complicarse la vida y pasa de todo. Ni tampoco la inacción del que ha entrado en shock y su miedo le paraliza sin saber qué hacer. Se trata de la inacción del sabio y pacífico que sabe que es momento de amansar el temporal irradiando paz. Su inacción es fruto de una decisión lúcida capaz de controlar su enojo para actuar de la forma más apropiada en ese momento: mantenerse quieto y en paz sin reaccionar visceralmente.
Probablemente pensemos que esa inacción es debilidad, pero la verdad es que llevarla a cabo exige una gran fortaleza, mientras que el estallar reaccionando agresivamente es tan fácil que refleja nuestra debilidad, nuestro descontrol, nuestra reacción más primaria. Para esto no se necesita mucho esfuerzo, mientras que el saber controlarse no se logra sino tras un largo trabajo de dominio de sí y una gran motivación interior que me lo permita. Solo después de esa inacción sabremos y podremos actuar de forma más certera, sin hacer daño ni hacernos daño.
Nos resistimos mucho a actuar así por dos razones. Primero porque somos incapaces, al no haber logrado un dominio sobre nosotros mismos. En segundo lugar, porque nos engañamos, pensando que, si actuamos así, cediendo y callando, nos hacemos vulnerables, lo que consideramos malo. Gran error. Así como el más rico no es el que más tiene, sino el que menos necesita, el más poderoso no es el que más poder tiene sobre la vida de los demás, sino el que sabe que nadie tiene poder sobre su propia vida, aunque se la quite. Éste es el que se ha hecho vulnerable del todo al ser plenamente señor de sí mismo sin permitir que los otros lo sean al temerlos o necesitar sentirse superior y más protegido frente a ellos. Es la paradoja del fuerte en su debilidad, del rico en su pobreza o del poderoso en su mansedumbre.