En nuestra vida hay una paradoja que se da con frecuencia. Cuando deseamos alcanzar alguna cosa es posible que lo consigamos si ponemos empeño y trabajamos en ello. Es el premio a la perseverancia. Pero cuando se trata de algo personal, íntimo nuestro, la ansiedad nos puede afectar confundiéndonos. Cuando el hijo de un cirujano tiene que ser intervenido en una delicada y peligrosa operación, más vale que no le opere su padre, pues las emociones que le pueden surgir al tener a su propio hijo entre sus manos quizás le jueguen una mala pasada. Algo parecido nos sucede a nosotros cuando deseamos ardientemente alcanzar la paz, por ejemplo, en medio de algo que nos molesta. Nos empeñamos afanosamente en ello y nos enfadamos al no conseguirlo, alejándonos más y más de ella. Lo más eficaz es la no resistencia, dejándonos atravesar por los estados de ánimo que nos vienen sin avisar, y no enfrentarnos a ellos. Estarán el tiempo que tengan que estar y marcharán por donde han venido cuando se cansen. Cuanta más resistencia pongamos a lo que crea nuestra mente, más irritación experimentaremos. Algo parecido nos sucede cuando luchamos denodadamente contra los pensamientos en la oración, actuando así los potenciamos. Lo mejor es no alimentarlos ni tratar de eliminarlos, simplemente volvamos a centrarnos en presencia del Señor sin darles más importancia que al rumor del viento, al murmullo de la calle o al ruido del que entra y sale del oratorio sin la debida consideración.
Todo en la vida requiere de una práctica. Con frecuencia no podemos conseguir que desaparezcan las cosas que nos molestan, pero sí que nos dejen de afectar excesivamente. Cuando nos entrenamos comenzando por pequeñas cosas, vemos cómo con el tiempo parece que todo está más pacificado. En realidad, todo sigue igual, todo menos nosotros mismos. La vida comunitaria es una buena escuela de ejercitación, pues nos ofrece multitud de ocasiones para ello. Quien vive solo logra que no le molesten, pero eso no significa que haya alcanzado la paz. Enseguida se perderá cuando alguien roce su burbuja y se sienta molesto. Y si decidimos vivir en una continua reivindicación llena de razones, diciendo una y otra vez: “Es que no hay derecho, eso no tendría que ser así”, preparémonos para una vida muy fatigosa y ausente de paz, pues vayamos donde vayamos allí encontraremos lo que queríamos evitar. Quizá sea necesaria esa constatación frustrante para comenzar a mirar y trabajar en otra dirección.
Aprovechemos a ejercitarnos con las actitudes que nos molestan de los demás, pero también con las palabras ofensivas. Quien reacciona pacíficamente ante el insulto, logra tres victorias: desactiva el veneno que lleva la injuria, evidencia al que la dice y fortalece su propia paz interior. Evita así ser esclavo del que le provoca y de sus propias emociones, siendo señor de sí mismo. Hacer esto en las cosas pequeñas nos prepara para los ultrajes más dolorosos. Quien no se trabaja en esas cosas sin importancia, ¿cómo reaccionará cuando la ofensa sea mayor? Ya sabemos cómo. Nuestra respuesta pondrá de manifiesto lo que nos habita. Y si no conseguimos mantener la paz, no nos enojemos alejándola todavía más. Basta con que seamos pacientes y comprensivos con nosotros mismos hasta que surja, sin violentarnos. Más que buscar que las cosas nos den paz, hemos de vivirlo todo desde nuestra paz interior, pacificando así la violencia que nos agrede. Esto sí depende de nosotros, aquello, no. Ese desapego radical nos facilita vivir el mandato que Jesús nos da en el sermón de la montaña: No resistáis al mal; antes bien, al que te abofetee en la mejilla derecha ofrécele también la otra; al que quiera pleitear contigo para quitarte la túnica déjale también el manto; y al que te obligue a andar una milla vete con él dos (Mt 5, 39-41).
Es posible que algunos piensen que no enfrentarnos a las cosas es claudicar, no trabajar por un mundo mejor. En realidad, no se trata de eso. Debemos buscar mejorar las cosas y aspirar a metas mayores, pero es inteligente hacerlo sin provocar destrucción, como el río que va al mar y no se enoja por la montaña que le impide el paso, se limita a bordearla, buscando el camino más natural, sin enfrentarse.
Ese desapego no nos hace indiferentes a los demás, muy al contrario, nos facilita la relación al resquebrajar la coraza con la que solemos caminar en la vida para protegernos de los otros. Esto es algo con lo que podemos contribuir mucho a un mundo mejor. Primero viviéndolo nosotros mismos, luego irradiando la paz que engendra aun sin ser conscientes de ello. En el mundo hay multitud de males e injusticias que no podríamos evitar completamente, pues parecen un pozo sin fondo que se retroalimenta continuamente. La vida monástica como experiencia de vida, es una luz que ayuda a transformar el mundo desde su raíz, el corazón humano. A fin de cuentas, lo importante para cada uno de nosotros no son las cosas, sino cómo las cosas y las personas nos afectan y las percibimos. Todo es bueno, aun lo que consideramos calamidades naturales o nuestra misma muerte. Es bueno porque es lo que es. El daño lo producimos nosotros cuando distorsionamos las cosas o generamos una violencia producto de nuestra confusión. El animal que mata para comer no es violento, simplemente come. La maldad que anida en quien vive fuera de sí, esa sí genera violencia y destrucción gratuita.
Si queremos impedir que una bomba haga daño, es mejor desactivarla y no hacerla explotar con otra bomba. Intentar vencer la violencia a base de violencia no hace sino aumentar la espiral de violencia. Podremos conseguir, incluso, acallar al otro, pero no habremos vencido el mal que originó su violencia, manteniéndose de forma larvada hasta el momento en que pueda resurgir. Si enfrentamos la violencia con violencia estaremos también cayendo en la misma inconsciencia que generó la violencia del que nos atacó. Quien sigue el camino de Jesús que nos manda amar a nuestros enemigos es que es capaz de ver al violento en su verdadero ser y no en la violencia que proyecta, pudiendo amarle.