Por lo general, todos consideramos el crecimiento como positivo y el decrecimiento como negativo. Esa percepción de las cosas revela nuestra visión de la vida. Si contemplamos gratuitamente la realidad, observamos que todo tiene su comienzo, su desarrollo con altibajos y su ocaso, para volver de nuevo a renacer de algún modo en el ciclo vital en el que nos movemos. Cuando vemos así las cosas lo hacemos en paz, sin juzgar ni inquietarnos, valorando cada momento como parte de un todo. Todos los momentos de la vida son valiosos por ser parte de nosotros mismos. No son ellos los que nos dignifican, sino nuestra dignidad humana lo que los dignifica a ellos. La dignidad del niño, del adulto o del anciano radica en su condición humana, no en el momento biológico en que se encuentran, ni en los bienes que poseen.
Pero cuando nos falta esa visión global y miramos las cosas únicamente desde nosotros mismos, perdemos la perspectiva y empezamos a preocuparnos, deseando mantenernos en un proceso ascendente continuo que en nuestra mente lo consideramos como el mejor, aquello a lo que debemos aspirar, experimentando la ansiedad cuando no es así. Es entonces cuando vivimos dominados por la idea de ese estado superior que reside solo en nuestra mente.
Solo cuando somos capaces de transcendernos tenemos una visión más global de todo, acogiendo la fase de la historia que nos toca vivir como un momento tan precioso como cualquier otro de la vida. Entonces percibimos la unidad entre el renacimiento y el ocaso que lo precede, pues las cosas no se acaban, sino que se transforman, evolucionan. Por otro lado, se goza más cuando la dicha ha sido precedida por la desgracia, y no olvidemos que no hay dicha que dure eternamente. Ascenso y descenso, vida y muerte, salud y enfermedad, son procesos naturales de una misma realidad vital. Saber acoger todo sin hacernos un drama es vivir en el Ser, vivir en la quietud que se ha liberado de las ataduras de su yo. Resistirnos a los momentos descendentes o de sufrimiento, lo único que hace es provocar más dolor.
En realidad, nada acaba ni se destruye. Tomar conciencia de esto nos permite intuir un amanecer diferente tras el ocaso. Es algo que vemos continuamente en la naturaleza, en los pueblos y en el mismo ser humano. Es significativa la sintonía tan grande que suele haber entre abuelos y nietos, entre el ocaso de la vida y sus comienzos, transmitiendo los primeros una sabiduría a los segundos que tomará cuerpo de forma diferente en estos. Ese paso del testigo puede ser armonioso o traumático, dependerá de si el anciano es capaz de soltarlo a tiempo o se aferra a él cuando el hijo o el nieto trata de tomarlo. No soltarlo produce mucho dolor a uno y a otro. Basta con que creamos en el ser humano, capaz de desarrollarse en situaciones muy diversas, y que aceptemos el momento que nos toca vivir a cada uno sin pretender que se perpetúe.
Ese proceso de paso del testigo no se produce únicamente de unas personas a otras o de una generación a la siguiente. También sucede en cada persona individualmente, pasando de un estado a otro. Ya he recordado cómo el joven necesita vivir hacia fuera para aprender de la vida y transmitir la energía que le habita, mientras que el anciano tiende a profundizar en su mundo interior. Cuando sufrimos el fracaso o la desgracia, podemos vivirlo como el fin de todo o podemos hacerlo de una manera más transcendente, descubriendo que hay unos valores más profundos que nos sostienen en la vida a pesar de haber perdido cosas muy importantes para nosotros. Esta es la forma de pasar el testigo de una experiencia adversa a otra vivificante. La muerte da vida si le encontramos un sentido. Más todavía. Para cualquier crecimiento sólido en el espíritu hay que pasar por el fracaso. Sin esa experiencia dolorosa de pérdida no podremos dar verdaderamente el salto al nivel espiritual. Es verdad que podremos alimentar nuestro espíritu, pues nos habita, pero no alcanzaremos la experiencia de abandonarnos y vivir desde él. Como no se puede nadar hasta que no saltamos al agua o soltamos la cuerda.
A este respecto recuerdo la experiencia del conocido psiquiatra Viktor Frankl en su paso por un campo de exterminio nazi. Allí observó cómo algunos reclusos se hundían ante los sufrimientos horrendos que padecían, mientras que otros parecían madurar interiormente en medio de ellos. Eso le llevó a concluir que no es el sufrimiento en sí mismo el que hace madurar al hombre, sino el ser humano el que da sentido al sufrimiento, llegando a afirmar: “El sufrimiento, en cierto modo, deja de ser sufrimiento cuando encuentra un sentido”. La clave es tener una razón para afrontar los momentos difíciles, un motivo real y concreto, no simplemente genérico y abstracto. Los motivos transcendentes y espirituales son muy valiosos, pero necesitamos también de cosas más concretas para sostenernos. Es el caso de quien encuentra su fuerza para salir adelante pensando en la pareja que ama o los hijos que tiene, en la comunidad con quien convive, en el proyecto por el que trabaja o en los pobres y marginados por los que da la vida. Cuando hay una motivación concreta, uno saca las fuerzas para renacer o dar la vida sin amargura. Y cuanto más tangible sea esa motivación, mayor será su fortaleza para afrontar las adversidades de la vida. Es la gran diferencia entre vivir con amor o vivir sin él, solo preocupado de uno mismo.
Esa actitud nos permite vivir con mayor naturalidad el ciclo de fracasos y éxitos que nos acompañan toda la vida. Cuando uno los contempla como parte de la vida misma, no les da más valor que el que tienen, aprovechándose de ellos en cada momento para su crecimiento personal como simples momentos de su vida. Pero cuando tratamos de rechazarlos sin más o aferrarnos a ellos cuando nos agradan, impedimos que den nueva vida en nosotros. Querámoslo o no, todos tenemos la experiencia de cosas que empezaron cautivándonos para terminar cansándonos, situaciones que nos atraían y acaban por repugnarnos, o acontecimientos desgraciados que han terminado en un reencuentro sanador.
Nosotros no somos lo que nos pasa, por eso no podemos identificarnos con ningún momento concreto de nuestra vida ni con ninguna situación por la que atravesemos. Hacerlo nos llevará a sucumbir con ella cuando sea negativa o a sucumbir con ella cuando es positiva y desaparece. Disfrutemos de nuestro estado infantil, joven, adulto o anciano en cualquier momento de la vida. Entonces podremos vivir en la quietud que nos hace ver la vida con mayor perspectiva, una vida que no tiene fin, pues simplemente se transforma.