En nuestro camino a la quietud, a vivir en nuestro ser y desde él, nos percatamos que la paz se encuentra en lo profundo y es mucho más que la agitación de nuestra superficie, como sucede en el mar. Muchas de nuestras inquietudes, miedos e infelicidad surgen porque vivimos en la superficie. El mar es inmenso y profundo. Las olas y la agitación que se provocan en la superficie a causa del viento, los cambios térmicos o las tormentas son parte del mar, como son parte nuestra la turbación que experimentamos en los momentos difíciles, y por ello debemos acogerlo. Quizá no sean más que una mínima parte del océano, si bien la más visible y llamativa cuando el mar está embravecido. Pero, si decidimos vivir en la superficie, vamos a depender mucho de los vientos, la lluvia y la temperatura, algo ajeno a nosotros que no podemos controlar. En este caso nuestra felicidad dependerá de los agentes externos y estaremos a su merced. Agentes que no son más que los acontecimientos, las personas con las que convivimos o nuestro propio carácter, aciertos y desaciertos. También se encuentran en la superficie todas nuestras necesidades del tipo que sean. Necesidades que ciertamente debemos cubrir, sean corporales, afectivas o intelectuales, pero sin dejar de estar anclados en nuestro centro, ese fondo donde habita la paz y lo más genuino de nosotros, por muy embravecida que esté la superficie.
En el fondo del mar siempre reina la paz y la quietud. Ahí no llega la influencia de los agentes que agitan la superficie. Por eso la paz es más profunda que la felicidad emocional tan al albur de las circunstancias. San Pablo refleja de algún modo esto y nos invita a adentrarnos en ese camino cuando nos dice cosas como: Todo eso que para mí era ganancia, lo consideré pérdida a causa de Cristo (Filp 3, 7). He aprendido a bastarme con lo que tengo. Sé vivir en pobreza y abundancia … Todo lo puedo en aquel que me conforta (Filp 4, 11-13). Vivir, poseer, llorar o alegrarse como si no … (cf. 1Cor 7, 29ss). La felicidad externa reconforta, pero es fugaz. La paz que ofrece la quietud del alma nos da otro tipo de felicidad, menos llamativa pero más estable y plena. Y ello es porque la felicidad externa depende de experiencias que nosotros consideramos positivas y agradables, mientras que la paz que brota de la quietud es ajena a todo eso, se asienta en nuestro ser.
De ahí que cuando ciertas experiencias desagradables las abrazamos e integramos, podemos llegar a descubrir en ellas verdaderos maestros de vida que terminan proporcionando un bien que no lográbamos ver inicialmente, haciendo que la adversidad nos dé una profundidad que nuestro ego no busca, por limitarse a pretender una vida agradable y una autoimagen aplaudible.
La adversidad puede ser un gran maestro en cuanto nos quita cosas en las que descansábamos cómodamente sin ser nuestro verdadero yo o instalándonos demasiado en la superficie. Solo nos percatamos de la salud cuando la perdemos al sufrir la enfermedad. Del mismo modo, solo nos percatamos de lo que realmente somos cuando se nos quitan las cosas en las que vivíamos entretenidos y adormilados. De ahí que los que han tenido la vida muy fácil se hundan rápidamente cuando les viene la adversidad, aferrándose a lo que les daba seguridad, sin darse cuenta de que la prueba y el despojo es el mayor regalo que pueden recibir para adentrarse en su verdadero ser. Nosotros somos mucho más valiosos que lo que nos ocurre. Lo que nos sucede y experimentamos no es más que una oportunidad para vivir desde nuestro ser, sin coger las flores ni temer las fieras, pues las cosas son lo que son, en confianza del que nos habita y hacia el que vamos por el camino de la nada que nos desapropia.
Sin duda que esa actitud nos quita un gran peso de encima y nos permite vivir con plena consciencia, sin el temor que nos paraliza, sin pretender amarrar la alegría desbordante cuando llega, ni estar viviendo de recuerdos amargos o dulces que nos alejan de nuestro presente y nos fatigan en un continuo esfuerzo por tener que estar bregando con actitudes del pasado que nos hicieron daño.
Mucho del daño que hacemos es porque no aceptamos las cosas como son. Nos rebelamos contra los acontecimientos y rechazamos a las personas por sus comportamientos. Sin duda que hemos de ayudarnos mutuamente para ir por el camino del bien y de la verdad, pero para poder hacer esto hemos de actuar desde la paz y no desde el dolor. El dolor produce más dolor, pues no sabe actuar pacíficamente. La paz nos permite acoger las cosas como son, sin que ello signifique que no nos damos cuenta de lo que sucede. Acoger las cosas como son es perdonarlas en cuanto las vemos, lo que nos ahorra tener que pedir perdón después, cuando hemos hecho daño por haber actuado desde nuestro dolor. Si perdonar es dar al otro lo que nos debe, es mejor dárselo cuando está actuando, aceptando lo que me disgusta de él, sin esperar a ofenderlo para luego tener que reclamar su perdón.
Cuando acogemos todo con serenidad, nos percatamos que la paz nos habita, y sabemos diferenciarla de nuestros estados de alegría o de tristeza que pueden cohabitar con ella sin ningún problema. Cuando actuamos desde la paz somos conscientes que no se nos pide conseguir cambiar las cosas, sino intentarlo, trabajando por un mundo mejor. Pretender lograr un fin como sea, produce ansiedad y nos hace prisioneros de nuestro yo aparente que se quiere atribuir unos éxitos que no le corresponden. Quien se limita a hacer todo lo que puede por mejorar las cosas, lo hará desde la paz y sin alimentar la vanidad ni caerá en la frustración por no conseguirlo. Acoger todo lo que nos sucede con serenidad no es pasotismo, sino que revela una actitud humilde, lúcida, pacífica, lejos de la dictadura del ego que le constriñe con “lo que tiene que ser” y le llena de miedos y amargura. Una actitud que le permitirá actuar con mayor acierto y será capaz de acoger pacíficamente incluso el sufrimiento. Y no solo eso, sino que tratará de acoger serenamente la reacción primaria exaltada que a veces nos surge cuando algo nos enfada y saca de nuestras casillas. Si estamos llamados a ser pacientes con los demás, ¿cómo no empezar a serlo con nosotros mismos?
Y como somos bastante deficientes en nuestras respuestas, hemos de estar siempre abiertos al perdón si queremos vivir en paz, perdón a los demás y perdón a nosotros mismos. Solo el perdón es capaz de redimir el mal causado, recobrando nuestro estado primero.