Hay un engaño en el que caemos frecuentemente. Surge cuando sufrimos alguna injusticia o, al menos, así lo percibimos. En esos momentos comienza a anidar en nosotros el odio y el rencor, abriendo la puerta a algo que nos desanima, es decir, que nos va quitando la vida. El ideal es no dejar que esos sentimientos nos invadan, pero no siempre lo conseguimos. Podemos elegir otras opciones como el diálogo, la pregunta asertiva que trata de clarificar o mostrar pacíficamente el daño que hemos experimentado, el esfuerzo por ponernos en el lugar del otro para tratar de comprender su postura o, finalmente, perdonarlo con magnanimidad y pasar de página. Pero, a veces, no es así, sino que se apoderan de nosotros sentimientos de odio y sed de venganza que alimenta el rencor, cayendo en un victimismo que nos destruye a pesar de producirnos un cierto sentimiento placentero, pues, como si de una droga se tratase, provoca adicción y destrucción a un mismo tiempo. Y lo peor de todo es cuando dicha actitud se cronifica y reforzamos ahí nuestra identidad, nuestro yo. Eso nos va destruyendo y haciendo personas resentidas hasta amargarnos la vida. De ahí la importancia de no caer en sus redes. Pues, así como el placer del victimismo nos anula, el esfuerzo del perdón nos abre a la vida.
También hay otro victimismo grupal, compartido. Se da en aquellos pueblos y grupos humanos que han sido sometidos por otros durante largos períodos de tiempo. Es una realidad que siempre ha existido a lo largo de la historia de la humanidad. El problema es cuando eso se enquista como seña de identidad que alimenta un victimismo colectivo que no deja brotar nuestro verdadero yo que es sano y creativo. Es un sentimiento que nos aprisiona y acompleja, avivando el recuerdo opresor como si fuera una realidad actual, condicionando nuestra forma de pensar y de actuar. Es algo que vemos con claridad en pueblos que han sufrido la colonización por parte de otros, y durante siglos continúan viviendo con ese recuerdo a pesar de haber cambiado la situación radicalmente. Todos los pueblos han sufrido el sometimiento por parte de otros, pero no todos lo han gestionado de la misma manera.
Incluso cuando se está viviendo la opresión vemos cómo las actitudes pueden ser diversas. Es cierto que lo normal es que surja la rebelión frente al opresor, que la humillación, el sometimiento y la injusticia vayan alimentando la visceralidad de un odio que, ante la impotencia, obnubile la mente y termine en la violencia y el terrorismo. Pero esto suele tener un efecto perverso, pues da razones a los opresores para justificar su represión, al mismo tiempo que siembra un miedo en mucha gente que termina por callar ante la injusticia. ¿Cómo defender a un violento?, se preguntan. Pienso en pueblos como el palestino años atrás. Mientras que actitudes no violentas como Gandhi en India, Mandela en Suráfrica o Martin Luther King en EEUU terminan imponiéndose al tratarse de una causa justa, no predicando la violencia y contando con una natalidad que crece más rápidamente y se beneficia de ese factor en las sociedades democráticas, cambiando las cosas desde dentro. La violencia satisface con la misma rapidez que acorta el camino de una solución duradera, pues alimenta el enfrentamiento, aunque los vencedores cambien de signo.
Lo mismo podemos decir de otros colectivos más globales. Es claro, por ejemplo, el dominio de la mujer por parte del hombre a lo largo de la historia, y es completamente razonable y necesario un feminismo que exija la igualdad en cuanto a derechos, oportunidades o formas de ver y afrontar las cosas. Pero también es un reto no dejarse arrastrar por el victimismo y el rencor construyendo sobre ellos un tipo de identidad. Y eso ha sucedido en otros muchos campos, incluso en el ámbito religioso, como fue el caso de los hermanos y las hermanas coadjutores, hermanos y hermanas de segunda clase que, tras verse en igualdad de condiciones tras el Concilio Vaticano II, no todos supieron reaccionar del mismo modo y sin ánimo de revancha.
Hay un sinfín de realidades comunes que han experimentado la injusticia y la opresión. La sabiduría está en aprender de todo eso para no repetir nosotros mismos semejantes actitudes con los demás, ni vivir frenados por el rencor ni por el sentimiento de culpabilidad, enfadados con nosotros mismos, con la comunidad y con todos. Es una oportunidad para vivir desde nuestro verdadero yo que ha renunciado conscientemente a vivir del recuerdo de nuestro pasado herido, lo que me hicieron o dejaron de hacer.
Cuando nos hacemos una herida no nos contentamos con maldecir nuestra mala suerte, sino que tratamos de poner los medios para curarnos. Ni la rabia ni una religiosidad mágica nos van a sanar, aunque el enfado inicial nos sirva de alivio y tener una visión transcendente nos ayude a sobrellevarlo. Eso mismo sucede cuando sentimos la herida de nuestro rencor y violencia interior. Debemos tratar de sanarla mirándola de frente, aceptando que existe e intentando iluminarla conscientemente con lo que verdaderamente somos, con ese yo tan rico que llevamos dentro, compasivo, deseoso de paz y de amor.
Supone aceptar el esfuerzo del deportista que termina obteniendo la recompensa a la superación. Las emociones negativas iluminadas por nuestra conciencia se van debilitando cuando las reconocemos y tomamos distancia de ellas. Negarse a mirarlas para mantener el placentero dolor que nos provoca, termina destruyéndonos. Es un trabajo que no solo hemos de hacer con nosotros mismos, sino también con aquellos con quienes convivimos, sabiendo distinguir lo que son verdaderamente de las emociones negativas que puedan estar padeciendo. Solo así les ayudaremos sin condenarlos ni tratar de sofocar sus emociones negativas con otras también negativas de nuestra parte. La violencia no se apacigua con la violencia, sino con la mansedumbre del que está pacificado y es compasivo.
El evangelio de Jesús nos enseña todo esto cuando nos manda amar a nuestros enemigos. ¿Cómo poder amarlos si no hemos desterrado de nosotros la mirada rencorosa anclada en el pasado? La vida en comunidad nos ofrece multitud de oportunidades para hacer el camino de conversión del corazón que nos saca de las tinieblas del odio y nos lleva a la luz de la vida. Basta con estar dispuestos a hacerlo, pues la gracia la tenemos. No podremos evitar las caídas, pero sí el quedarnos caídos.