El camino hacia el propio corazón, camino de conocimiento y quietud, es algo que cada uno debe realizar por sí mismo. La formación que tenga o el apoyo exterior no serán más que simples ayudas para realizar el camino. Y del mismo modo que recibir las herramientas para construir un edificio no garantiza que lo terminemos, tampoco el tener obstáculos significa que no lo podamos levantar. Nadie, salvo nosotros mismos, nos puede impedir entrar dentro de nosotros para edificar nuestro edificio interior.
Dicho esto, también es verdad que produce gran satisfacción el poder hacer el camino con quienes convivimos. Esto no brota sin más, pues hay un muro que nos separa. Un muro que hemos ido construyendo con perseverancia y habilidad. Un muro que nos tiene más encerrados en nosotros mismos de lo que nos pudiéramos imaginar. Y si no rompemos ese muro no experimentaremos el gozo de hacer el camino espiritual en comunión con otro. Pero si los dos rompen el muro, la experiencia puede ser muy gratificante. Y si no todos los que conviven desean romper ese muro, hemos de saber que aún nos queda la posibilidad de romper yo mi propia barrera si de verdad lo deseo. Ese muro, bien lo sabemos, es el de nuestro ego.
Quizá un día se nos dé la luz suficiente para desmontarlo, pero, mientras tanto, es bueno reconocerlo y no darle cancha para que crezca y nos cierre las puertas de una sana relación. Basta que observemos cómo reaccionamos ante los demás, qué emociones nos provocan, para saber cómo de alto es ese muro y cómo de maniatado nos tiene.
Cuando dos personas deciden hacer juntas un camino espiritual, lo primero que necesitan es saber manifestar sus emociones con naturalidad, de forma respetuosa. Las emociones cuando surgen no han tenido tiempo de viciarse con la imaginación, los temores o el recelo, que es lo que sucede cuando les damos vueltas insensatamente en nuestra mente. Para que esto no ocurra necesitamos sabernos acogidos y acoger al otro. La acusación, la defensa o el ataque de muchas respuestas que surgen espontáneamente no son fruto de nuestro verdadero ser, sino de nuestros temores e incomodidad.
Cuando nos ponemos frente a otro, cuando convivimos con otro, es como si nos pusiéramos delante de un espejo sin saber que la imagen que en él proyectamos es la nuestra. Es simpático observar a un animal o a un niño cuando se ven por primera vez delante de un espejo sin percatarse de ello. Juguetean, se asustan, se admiran. Los adolescentes y los narcisistas, por su parte, pasan mucho tiempo delante del espejo tratando de modelar una imagen que sea aceptada por los demás y satisfacer así su necesidad de reconocimiento. Pues bien, así como proyectamos nuestra imagen en el espejo, así la proyectamos en el prójimo. Si esa imagen brota del amor desinteresado resulta natural, creativa, divertida, disfrutamos simplemente de ella sin pedir nada. Pero cuando la proyectamos desde las necesidades de nuestro ego, forzamos la imagen para gustarnos, haciéndonos los interesantes o atractivos. Queremos sentirnos bien forzando la imagen del espejo según la necesidad que experimentamos, usando maquillaje, recortando el pelo, disimulando defectos, etc. Eso puede resultar inocuo cuando se trata simplemente de nuestro reflejo en un espejo, pero puede llegar a ser dramático cuando estamos violentando al prójimo para satisfacer nuestra propia necesidad a su costa.
Pues bien, eso que hacemos con el prójimo se complica todavía más cuando él trata de hacer lo mismo conmigo, entablándose un enfrentamiento entre dos gallitos llenos de su ego y vacíos de sí mismos. Sin embargo, todo es diferente cuando desaparece la violencia, el ansia de dominio, el afán de imponerse, algo que no va a desaparecer por arte de birlibirloque, por pedírselo a un poder mágico o por desearlo simplemente. Eso solo sucede después de un largo camino lúcido, exigente y trabajoso al que la gracia acompaña igual que hizo que prendiera su deseo en nosotros.
Cuando nos vaciamos de las necesidades de nuestro ego, que no es otra cosa que el camino de la humildad, entonces puede brotar una hermosa relación en el amor que surge de nuestro verdadero ser, el que es imagen de Dios. Aquí la imagen ya no resulta amenazante ni tendremos que ponernos a la defensiva o reaccionar con una distante suspicacia, sino que se abre el hermoso camino de la amistad espiritual.
Con frecuencia muchos buenos deseos de amistad espiritual terminan en otra cosa porque surgen del vacío y la necesidad que nos habitan y no de la exuberancia del amor que sabe dominar las pasiones. Pueden derivar en exceso, en desvío o en confrontación y ruptura. Si deseamos construir una hermosa casa que hemos visto, no basta con decorar un muro con sus fotos, bien sabemos por dónde hay que empezar y la mucha paciencia y perseverancia que necesitamos si no nos limitamos a colgar la foto en la pared. Cuando una relación se construye entre dos personas no habitadas, lo único que consiguen es sumar sus vacíos, aplaudiéndose mutuamente en un intento de llenar el hueco que las habita. Es lo que sucede cuando una relación no es creativa, sino que se sustenta en la necesidad de aliarse con otro para defenderse o criticar a un tercero, saliendo en una defensa mutua e interesada que ni se creen los mismos protagonistas.
La relación entre dos personas habitadas suele ser libre y pacífica, pudiendo expresarse sin que el otro se sienta ofendido y evitando ofender. Por el contrario, cuando estamos vacíos, nuestro ego campa a sus anchas, lo que genera malestar y conflicto, pues el ego necesita problemas y enemigos contra los que poder pleitear para afianzarse, para sentirse vivo, para saberse él mismo, diferente a los demás, tratando así de controlar la inestabilidad de su vacío. Pudiera darse el caso de que creyéramos firmemente que nosotros no somos los que provocamos el enfrentamiento, sino que son los demás que se meten conmigo y no me dejan vivir en paz, no llegando a entender cómo son tantos los que me ponen zancadillas y me fastidian la vida. Cuando eso sucede es que estamos bien atados por nuestro ego, que ni siquiera nos permite atisbar la responsabilidad que tenemos nosotros, lo que nos permitiría hacer autocrítica y poder reconstruirnos.
Y cuando se juntan dos personas no habitadas, se enfrentarán encontrando cierto placer en la lucha de egos. Pero si una de ellas está habitada, su paz sacará de quicio al ego de la otra al no encontrar el atacante necesario para alimentar la confrontación que demanda su ego. Por eso, devolver bien por mal es la mejor manera de desactivar el mal, haciendo sentir sonrojo y vergüenza al otro al verse en evidencia, como si le pusieran ascuas sobre su cabeza, tal y como nos dice San Pablo (cf. Rm 12, 20).