¿Por qué nos sentimos infelices? Porque buscamos una felicidad “rebote” no “anclada”. La felicidad que solemos buscar es tan emocional que rebota a estados emocionales contrarios de insatisfacción. Y cuanto más emocional la pretendamos, más presa será de su emoción contraria. Es como el amor basado en los sentimientos. No es que esté mal, está bien, pero es prisionero de su condición. Es decir, cuando viene la disputa, la incomprensión o la decepción, enseguida brotará la desafección y hasta el odio. Y como en este estado es difícil vivir, comenzamos a añorar el amor perdido tratando de olvidar las experiencias negativas para poder recuperarlo.
La felicidad que se sustenta en los sentimientos es muy frágil y nos condena al miedo y al sufrimiento, pues se trata de una adicción posesiva que nos hace sufrir continuamente pensando que lo podemos perder. No es mala, pero sí muy precaria. Cuando sentimos que algo o alguien nos hace felices tendemos a imitar a San Pedro en el Tabor exclamando: Señor, ¡qué bien se está aquí! Si quieres, haré tres tiendas (Mt, 17, 4). De esta forma manifestamos nuestro deseo de apropiarnos de algo que no es nuestro, para poder gozar continuamente de ello. ¡Qué difícil es saber gozar sin pretender apropiarse de lo que me da felicidad! Y, sin embargo, es lo más inteligente, pues la zozobra por el futuro no se hará presente mientras gozamos. Por el contrario, si tratamos de apropiárnoslo no gozaremos en el momento del encuentro al estar más afanados en retenerlo, y terminaremos odiando cuando se aleja lo que antes amábamos.
La felicidad anclada es muy diferente, pues se sustenta en el ser y no en las emociones. No se trata de evitar cualquier sentimiento y emoción, pero sí de darle el valor que tiene y no más. No podemos pretender ser máquinas insensibles, sino personas que viven desde su ser profundo sin dejarse arrastrar por unas emociones descontroladas, fruto de una vivencia alejada de sí. Y no es cuestión de esforzarse, sino de conocerse.
Hay algo que nos ayuda a conocer desde dónde nos movemos para orientarnos más acertadamente. Se trata del amor. Todos experimentamos el amor de múltiples formas. Cuando nuestro amor es selectivo y excluyente, debemos estar atentos. Sin duda alguna que unas personas nos atraen más que otras y congeniamos mejor con ellas. Pero cuando nuestro amor se hace selectivo excluyendo positivamente a otros, nos está indicando que más que amor es apego que brota de la necesidad y no de la gratuidad de nuestro ser. Cuando esto nos sucede y lo fomentamos, no tengamos duda que tarde o temprano ese amor se transformará en odio o rechazo. La razón es simple. Puesto que amábamos desde nuestra necesidad, cuando esa persona no responde a mis necesidades o me desconcierta con sus actitudes o pienso que no me hace caso, terminaré enojándome con ella y despreciándola, pues aviva mi inseguridad. Lo he visto con relativa frecuencia. Otra cosa muy distinta es la relación de dos personas maduras que aman desde la libertad, estando más conscientemente habitadas en su interior. En este caso no se rasgan las vestiduras por cualquier dificultad y aceptan la diferencia del otro y sus actitudes, aunque le puedan desconcertar, afrontando con el diálogo y la generosidad lo que los primeros afrontan con el enfado de la frustración.
El amor de Dios que Jesús nos enseña no es selectivo ni excluyente, aunque sí pueda tener sus preferencias hacia los pobres y humildes. Así nos lo dice en el sermón de la montaña comparándolo con el sol que no puede seleccionar sobre quien va a caer: Amad a vuestros enemigos y rezad por los que os persiguen, para que seáis hijos de vuestro Padre celestial, que hace salir su sol sobre malos y buenos (Mt 5, 44-45). Cae sobre todos, aunque no con la misma intensidad. Al final, toda vivencia de amor que podamos tener tiene una misma fuente, brota del mismo lugar en nuestro ser. Cuantas menos interferencias haya por las necesidades de nuestro ego que desfigura nuestra realidad y la del otro, más inmediato surge el amor. Cuando dejamos que nuestro ego y sus caprichos nos dominen, el amor se ve tan lleno de obstáculos que puede desaparecer. Es entonces cuando nos damos mil razones para no amar, pues el amor no necesita de razones, pero el odio sí las demanda.
El amor tiene un poder muy grande sobre el odio. Cuando el odio se llena de razones y arremete contra la persona odiada, cegado por la locura y la necesidad de su ego, si le respondemos con igual ceguera, todo estalla. Pero si le respondemos con un amor sin razones que brota de dentro, superando las emociones negativas que nos pueda provocar, como si abrazáramos mansamente la violencia interna del otro, ésta no puede sino aplacarse. Por eso San Benito nos habla de ello invitándonos a aplacar el enfado del hermano con una muestra de humildad. Algo reservado para los corazones más puros.
El vivir con otros es lo que nos permite tomar conciencia y avanzar. La relación con los demás nos da la posibilidad de amar, por eso buscamos la relación. Una muestra de cariño, un reconocimiento, un favor, una sonrisa, todo eso nos hace sentirnos bien. Cuando, además, surge la amistad, entonces la dicha es enorme. Igual sucede a nivel natural por la atracción que lleva a emparejarse. Pero pronto ese amor se pone a prueba por lo ya dicho y se rompe la relación para buscarla de nuevo. En realidad, no es un absurdo, sino una necesidad, pues nos sentimos incompletos y buscamos la plenitud. La cuestión es aprender de eso y no estar repitiendo lo mismo sin parar. Quien no aprende está condenado a vivir el ciclo amor-odio continuamente, generando amargura y desconfianza en su interior. Quien aprende, empieza a orientar el amor que experimenta hacia su fuente, sin quedarse en las necesidades de su ego. Solo entonces descubre que el amor lo hace libre, sin estar tan sometido a los vaivenes emocionales que nos surgen según responda la otra persona a nuestras expectativas. Esto ya es una gran lección y un gran fruto de toda relación.
Quien de verdad quiere aprender a hacer ese camino debe pensar que está en su mano. No se necesita ser muy inteligente ni un gran psicólogo, basta con que sea dócil a lo que le dice el Maestro. Nosotros tenemos dos buenos maestros de vida: el evangelio de Jesús y la regla de San Benito. Otra cosa es que tengamos la necesaria sencillez y el deseo de seguirlos sin perdernos en mil disquisiciones para justificar el no hacerlo, no encontrando así el camino de la liberación en el amor. Sin duda que las formas cambian con el tiempo, pero el mensaje, no.