¿Cómo conocer a Dios al que no podemos ver ni oír ni sentir? La quietud interior nos abre la puerta de un conocimiento de Dios más allá de sus atributos o las formas que nos hagamos de él y que no son él. Quien vive en Dios, quien alcanza ese conocimiento de Dios, vive en paz, pues sabe que lo que realmente es perdurará, mientras que las apariencias caducarán porque su existencia no es verdaderamente tal, son realidades temporales con fecha de caducidad.
Para tomar conciencia del espacio tenemos que limitarlo. Si me encontrara solo en la inmensidad del espacio sin límites es como si estuviera en la nada y el vacío, y no podría percibir el espacio. Dado que el espacio tiene la capacidad de ser habitado, en cuanto encontramos objetos en él podemos tomar conciencia de lo que es, pues es la distancia entre dos objetos (ej. el espacio de una habitación lo limitan sus pareces; en el espacio del universo no vemos sus confines, pero sí los objetos que hay en él). Por eso el espacio es propio del mundo material. El tiempo es algo similar cronológicamente hablando. Igual que solo puede haber espacio entre dos puntos, solo puede haber tiempo entre dos momentos, ambas cosas son propias de nuestro mundo plural en continuo cambio y movimiento. No sucede así en el ser que lo sustenta y no se rige por dichos cambio y movimiento. Por eso, cuando nos adentramos en la quietud de nuestro ser podemos intuir la quietud universal cuyo vacío permite abarcarlo todo, vacío que va más allá de la agitación, el movimiento y la evolución de los seres y objetos que lo habitan, viviendo en la unidad del ser y en su presente continuo. Cuando decimos que Dios es infinito (todo lo abarca) y eterno, estamos diciendo que en él no hay división ni multiplicidad, sino unidad y eterno presente. Cuando vamos teniendo experiencia en nuestra vida de la quietud y presencia de nuestro ser, nos preparamos para el encuentro con Dios, reconociéndolo de forma más espontánea. Cuando eso nos falta, perdidos en las ataduras y distracciones de la vida, algún tipo de purificación y preparación necesitaremos para reconocerlo.
Esto pudiera llevar a pensar que solo unos pocos son capaces de esa experiencia, que es algo reservado a unos privilegiados. Pero creo que no es así. Hay quien vive en esa experiencia, aunque no sepa hablar de ella. Es como el pájaro que vuela sin tener conocimientos de aerodinámica. Por eso Jesús nos enseña a volar siguiendo su evangelio, aunque no seamos capaces de disertar sobre ello. De ahí que nos hable del camino de la sencillez, la humildad, la confianza, la mansedumbre, cosas todas ellas al alcance de cualquiera y no únicamente de los sabios y entendidos.
Eso mismo es lo que sucede con la vida monástica. Vivirla con sencillez, autenticidad y perseverancia es algo transformador. Nos enseña a volar, aunque no seamos capaces de escribir libros sobre el vuelo. Pero nuestro ego nos puede despistar de dos maneras. Unas veces buscando palabras rimbombantes o teorías que tengan una apariencia de profundidad para provocar la admiración y dar un toque de distinción intelectual a la vivencia personal muy sencilla para los sencillos. Otras veces nos perdemos en discusiones intentando comprender la validez de cada práctica monástica antes de aceptarla o no. Cierto que debemos usar nuestra razón y discernimiento, pero que eso no haga olvidarnos de comenzar a volar confiados en la experiencia de nuestros antepasados, es decir, vivir las prácticas monásticas. Cuando la vida monástica ha dado tantos frutos personales, sociales y espirituales, por algo será.
A veces se ve la vida monástica como un camino de renuncia, sin darnos cuenta de que más bien es un camino de liberación. Si uno quiere tirarse a la piscina para bañarse y experimentar la sensación del agua y el movimiento libre de su cuerpo en ella, lo más aconsejable es que se quite la ropa. No se la quita llorando por aquello de lo que se desprende, sino que, al hacerlo, piensa en el baño reconfortante que se va a dar. La clave está en que sea consciente de lo que va a hacer y lo valore.
También nos puede suceder que estemos dentro de la piscina y nuestra mente esté pensando en lo mucho que disfrutaré nadando cuando lleguen las vacaciones. Deja de valorar lo que está haciendo para vivir en la ilusión de lo que todavía no es. Algo parecido sucede al que añora que lleguen momentos más felices sin encontrar la felicidad en el momento en el que está. No cabe duda de que hay momentos más agradables y otros más desagradables, pero donde radica verdaderamente la felicidad no es en ellos, sino en cómo los vivimos. Todos tenemos experiencia de personas que no saben valorar lo que tienen suspirando siempre por un futuro que no existe, mientras que otros saben disfrutar de cada momento con las cosas más sencillas de la vida, dando gracias hasta por la respiración de cada instante. Estos viven desde su ser y son felices, mientras que los que viven en la ilusión de una felicidad futura son infelices porque no viven su propia realidad, añorando placeres físicos o psicológicos sin disfrutar lo que tienen.
No hay que esperar a obtener algo para ser feliz, sino ser feliz ya en aquello que se es y se vive. El problema es que, con frecuencia, asociamos la felicidad a determinadas sensaciones, olvidándonos que la felicidad se encuentra más bien en la experiencia de plenitud y de paz que pueda latir en nosotros, no dependiendo tanto de los acontecimientos externos. Estos son pasajeros, mientras que nosotros vivimos siempre. La vida monástica nos ayuda en esto, pero no nos garantiza la felicidad, pues no basta el despojo externo, debemos despojarnos con convencimiento y en el corazón.
En la vida cotidiana constatamos con frecuencia lo efímero de las alegrías que se sustentan fuera de nosotros. Cosas que nos gustaban terminan cansándonos. Enamoramientos que llevan a expresiones entusiastas como “contigo, pan y cebolla”, pronto se revelan pura ilusión. Amistades que se transforman en enemistades o el juego cíclico de amor y odio en muchas parejas. El entusiasmo inicial en la vida monástica acallado por lo rutinario de la vida. Todo esto nos revela con claridad dónde se asienta la felicidad más duradera, que nunca está fuera de nosotros, sino que la llevamos siempre puesta si decidimos que sea así.