La queja frecuente denota algo. El hábito de la queja nos paraliza y nos dificulta asumir las cosas como son para luego poder afrontarlas, no es estimulante para uno ni para los demás. Recuerdo a un niño que torpemente dejó caer agua sobre un impreso. Junto a él tenía a dos hermanas. Una saltó enfadada, le gritó y no paraba de lamentarse porque necesitaban aquel impreso. La otra cogió el impreso y lo fotocopió para poder usarlo en la fotocopia. Os podéis imaginar los sentimientos del niño para con una y otra hermana.
Hay una gran diferencia entre lamentarse por las cosas que nos molestan y asumirlas para poder afrontarlas. Quien se queda en la lamentación se hace prisionero de la adversidad, y eso le lleva a estar irritado, maldiciendo su mala suerte y a los demás. Quien reconoce lo que está sucediendo y reconoce también la negatividad que le produce sin dejarse atrapar por ella, pasa de ser esclavo a señor que trata de dominar la situación aceptándola como es. Lo que es del todo insano es mantenerse en un victimismo autocompasivo que manifiesta su dolor haciendo daño a los demás sin hacer gran cosa para cambiar. Si nuestra realidad no se puede cambiar, más vale tener el valor de sobrellevarla con paz.
No podemos esperar para comenzar a vivir, que es lo que hacemos cuando nos quedamos bloqueados y tristes esperando que las cosas cambien antes de actuar, simplemente porque no nos gustan. La vida es algo previo y más profundo. La vida está en nosotros y se pone a prueba ante las situaciones que nos toca vivir.
Es curioso cómo, a veces, las metas que nos ponemos en la vida nos alejan de la realidad de la vida concreta. En la vivencia religiosa se suele expresar por una contradicción de la que nos avisa con frecuencia la Escritura. El apóstol Santiago lo expresa cuando nos habla del poder de la lengua: Con ella bendecimos al Señor y Padre, y con ella maldecimos a los hombres, creados a semejanza de Dios … Eso no puede ser así, hermanos míos (St 3, 9s). Y también: El que habla mal de un hermano o el que critica a su hermano está hablando mal de la ley y criticando a la ley; y si criticas a la ley, ya no eres cumplidor de la ley (St 4, 11). Teniendo los ojos puestos en la meta futura nos olvidamos de su realización presente. Jesús nos pone también múltiples ejemplos, especialmente cuando se le pregunta por el primer mandamiento de la ley y lo une indisolublemente al segundo: amar a Dios y al prójimo, vivir lo que anhelamos en el hoy de cada día, hacer del amor una realidad transcendente y encarnada.
Para experimentar nuestro camino como algo vivo debemos tener la meta incrustada en el corazón y no como un simple futurible a alcanzar. En realidad, ya la tenemos, pero no somos conscientes de ello. Cuando anhelamos algo y lo buscamos con gran esfuerzo, como si de una meta lejana se tratara, es posible que vivamos sin vivir realmente, alejados de lo concreto de la vida por nuestro anhelo futuro. Todo cambia cuando tomamos conciencia de que aquello que anhelamos ya lo tenemos de alguna forma, pues solo se desea lo que se ha saboreado como bueno, solo podemos ansiar lo que de algún modo ya hemos experimentado. Por eso decimos que si buscamos a Dios es porque él nos ha encontrado primero y ha puesto en nosotros el deseo de él. Ansiamos el agua, aunque nunca la hayamos visto, porque ya está inscrita en nuestros genes al necesitarla, aun sin ser conscientes de ello. Cuando uno quiere hacer una licenciatura porque se lo manda su padre, pero a él no le atrae, quizás la termine, pero con mucho esfuerzo y de mala gana. Mientras que el que se siente vocacionado, el esfuerzo que tiene que hacer para llegar a la meta le resulta llevadero, pues su vocación anticipa de alguna forma la meta del camino. Cuando uno viene a la vida monástica y desde el principio todo lo vive como una carga, resultándole muy duro y costoso, hay que cuestionarle si realmente tiene vocación por muchos ideales de santidad que crea tener. Amar a la fuerza sin disfrutar es más voluntarismo que otra cosa. Los momentos duros que supone el amor y la vocación son llevaderos por la motivación que se tiene.
Quien espera la meta sin desearla verdaderamente ni estar motivado, hace de su espera algo aburrido, un intervalo de tiempo indeseable, mirando continuamente lo que le queda o tratando de llenar su espera con distracciones que le mantengan entretenido. Quien es consciente de que ya tiene en sí de algún modo la meta pretendida, su espera no se hace tediosa, sino expectante, deseosa y encarnada en su día a día. Esperamos la venida del Señor y lo hacemos sabiendo que el Señor ya está en cada uno de nosotros, invitándonos a ver todos los acontecimientos de la vida desde esa presencia, preparándonos así para el encuentro pleno. Por ello el profeta nos invita a preparar los caminos del Señor que viene y ya está dentro de nosotros. Esa preparación es una invitación a tomar conciencia de que él ya habita en cada uno de nosotros y en cada instante de nuestra vida. Quien así vive se da cuenta que Dios está viniendo continuamente de forma encarnada todos nuestros días, basta estar atentos para verlo en los acontecimientos y en nuestros semejantes. Quien está atento, ve. Quien vive distraído, no verá ni aun cuando se lo pongan delante, porque no está donde está.
Esta actitud es la que subyace en una espiritualidad encarnada, procurando no matar al Dios que buscamos al rechazar a su imagen que tenemos delante, con la excusa de un pretendido ideal. Es una espiritualidad que primero se fija en el ser que somos haciendo el camino al propio interior y no hacia un lugar que no somos, a metas creadas que nos alejan de lo que verdaderamente somos. Sería paradójico que un día descubriéramos que nos habíamos fatigado en balde buscando lejos de nosotros lo que habitaba en nosotros, o buscando lejos de los seres creados lo que en ellos subsistía por ser obra del Creador. Es lo que le sucedió a San Agustín y tan bellamente expresó:
“Tarde te amé, ¡Hermosura tan antigua y tan nueva, tarde te amé! Y tú estabas dentro de mí y yo afuera, y así por fuera te buscaba; y, deforme como era, me lanzaba sobre estas cosas hermosas que tú creaste. Tú estabas conmigo, mas yo no estaba contigo. Reteníanme lejos de ti aquellas cosas que, si no estuviesen en ti, no existirían. Me llamaste y clamaste, y quebrantaste mi sordera; brillaste y resplandeciste, y curaste mi ceguera; exhalaste tu perfume, y lo aspiré, y ahora te anhelo; gusté de ti, y ahora siento hambre y sed de ti; me tocaste, y deseé con ansia la paz que procede de ti” (Confesiones X, 27, 38).
Es lo que también San Pablo decía a los atenienses: “El Dios que hizo el mundo y todo lo que contiene”, siendo como es Señor de cielo y tierra, no habita en templos construidos por manos humanas, … No está lejos de ninguno de nosotros, pues en él vivimos, nos movemos y existimos (Hch 17, 24-28). Experimentar esa presencia en nuestro ser, más allá de los sentimientos, es transformador y da sentido a todo, haciendo de todo un eterno presente, y viviendo con la sana despreocupación de uno mismo, eso de lo que también nos habla San Pablo al decirnos que el juicio de los demás sobre él no le importaba, pues ni él mismo se juzgaba, ya que todo lo tenía puesto en manos de Dios.