En la vida monástica tenemos un elemento que nos ayuda muchísimo a vivir en la realidad de cada momento. Es un elemento que hemos asumido perfectamente sin percatarnos de su valor. Solo percibimos su importancia cuando nos falta. Es algo que a nivel teórico se puede considerar como una losa, pero cuando experimentamos su utilidad nos damos cuenta de la gran diferencia que hay entre tenerlo y no tenerlo a la hora de vivir con menos ansiedad y con mayor consciencia. Se trata del horario.
El horario regula nuestra jornada dándonos tiempo para todo y liberándonos de las cadenas del hacer compulsivo. Ciertamente que no siempre se puede llevar con exactitud, pero en su conjunto nos facilita el estar haciendo lo que estamos haciendo en cada momento, pasando de una actividad a otra a toque de campana, sin cuestionarnos demasiado. Lejos de quitarnos libertad nos la da al facilitarnos vivir un estilo de vida que hemos elegido libremente. Es de gran ayuda para ser uno mismo sin dejarse arrastrar continuamente por las cosas que hacemos ni por la ansiedad de lo que todavía nos queda por hacer. Hay tiempo para todo, y eso favorece el vivir cada momento sin preocuparse demasiado del tiempo. Cuando no se tiene un horario equilibrado es más fácil agobiarse, pues estamos preocupados por terminar lo que hacemos, privándonos de otras cosas, sintiendo que nos falta tiempo, que no llegamos, y no disfrutamos realmente de lo que estamos haciendo.
Soy consciente que no siempre se puede vivir con ese sosiego, ni todos en la comunidad tendrán esa oportunidad a causa de su cargo, pero la misma estructura monástica favorece esa vivencia del ser en el hacer al no sucumbir a la tiranía del tiempo y al favorecer por el silencio la vivencia del propio presente. Otra cosa es que se haga, pues para ello hay que estar convencidos y haberlo saboreado. Tampoco hay que pensar que nuestros despistes signifiquen que no lo vivimos ni tenemos por qué imaginar que los demás no lo viven porque dejen de estar en una continua presencia. El fondo de nuestro ser está más allá de nuestras coherencias o incoherencias puntuales.
El hecho de darnos cuenta de que nos hemos apartado de la conciencia y quietud de nuestro ser al dejarnos arrastrar por la dispersión de nuestra mente y el trajín de las cosas es ya algo positivo, es un signo de que estamos viviendo en nuestro ser que capta el desajuste, aunque dure poco esa toma de conciencia. Lo peor es que no nos demos cuenta porque vivimos plenamente en el hacer y en la dispersión mental sin anhelar lo que desconocemos.
Vivir alejados de nuestro ser tiene sus consecuencias. En el día a día de nuestra vida nos topamos con multitud de situaciones que nos incomodan y contrarían resistiéndonos a ellas en lugar de afrontarlas como son. Cuanto más las rechazamos, más nos enojan. No quiero decir con ello que no intentemos mejorar las cosas, sino que nos dejamos afectar por ellas hasta el punto de que entramos en un nivel de inconsciencia más profundo, llegando a afectar a nuestras emociones hasta desnortarnos y agriarnos el carácter. Es entonces cuando no vivimos realmente lo que somos, sino que empezamos a vivir lo que no somos, identificándonos con ello.
Hemos de aprovechar los momentos de paz para tomar conciencia de lo que somos y vivir en nosotros mismos. Solo así podremos afrontar los momentos de prueba o de mayor tensión sin perder nuestro centro ni la serenidad de nuestro ser. Y será entonces cuando esos momentos especiales se conviertan en ocasión para consolidar nuestra paz interior y no se transformen en piedra de tropiezo que desearíamos no encontrar en nuestro camino. Es entonces cuando queda de manifiesto la solidez interior en la que estamos sustentados, nuestro nivel de consciencia y quietud que no siempre coincide con las apariencias externas ni con el tiempo que dedicamos a la oración o a las prácticas piadosas. Es entonces cuando podemos afrontar en paz y sin violencia las situaciones difíciles o las relaciones personales complicadas, a pesar de la tensión inicial que nos puedan producir.
Es curioso que deseando como deseamos vivir armónicamente, ver las cosas como son y afrontar las dificultades con serenidad, observemos que brota en nuestra mente y en nuestro ánimo un bullicio que parece rebelarse contra la serenidad anhelada. Eso recuerda a la lucha contra el pecado de la que nos habla San Pablo: No entiendo mi comportamiento, pues no hago lo que quiero, sino que hago lo que aborrezco. Y concluye invitándonos a no dejarnos enredar, a tomar distancia: Y si hago lo que no quiero … no soy yo quien lo hace, sino el pecado que habita en mí (Rm 7, 15-17).
Una vez Javier Melloni comentaba cómo se había quedado prendado de la mirada limpia de la gente en India, especialmente la de los niños. Y también de cómo allí el saludo habitual para acoger al otro es: “Namasté”, que viene a significar el reconocimiento de Dios en ti, como si se dijera: “Me inclino ante la presencia divina que hay en ti”. Un reconocimiento reverencial de la otra persona en lugar de nuestro simple “hola” y “adiós”, éste último con una carga espiritual que hemos olvidado.
Eso me hizo recordar el contraste tan grande con la experiencia que recoge en uno de sus libros Carl Jung, cuando un indio americano le decía que la mayoría de los blancos tienen un rostro tenso, mostrándose inquietos y agitados, como si estuvieran siempre buscando o deseando algo. Un deseo que termina siendo fuente de muchos sufrimientos inútiles, teniendo que soportar frustraciones continuas que no sabemos manejar. Y es que la ansiedad que nos fabricamos genera infelicidad, crispación y violencia.
Jesús nos invita a vivir las cosas como son, con sosiego, sin dramatizar y confiando en que él está con nosotros, que vivimos en Dios. Eso lo hace especialmente cuando nos dice: Venid a mí los que estáis cansados y agobiados, que yo os aliviaré. Tomad mi yugo sobre vosotros (el yugo diario), y aprended de mí, que soy manso y humilde de corazón, y encontraréis descanso, pues el manso y humilde no se rebela, afronta con lucidez y sosiego lo que le viene encima. Por eso también nos vuelve a decir Jesús: Que no se turbe vuestro corazón, creed en Dios y creed también en mí (Jn 14, 1). Y San Pablo: El Señor está cerca. Nada os preocupe (Flp 4, 5s). Y la primera carta de Pedro: Descargad en Dios todo vuestro agobio, porque él cuida de vosotros (1 Pe 5, 7). ¿Y, a pesar de todo, seguimos agobiándonos?
El enemigo más peligroso es el más cercano y desconocido. Por eso la mejor forma de afrontar nuestro desasosiego es conocerlo, ver sus causas y abrazarlo desactivándolo al afrontar sus causas como son los juicios inútiles o la resistencia a lo que nos toca vivir.
En la tradición cristiana se nos ha enseñado el examen de conciencia para ser más conscientes de lo que hacemos. Pero no podemos quedarnos en examinar lo que hemos hecho para pedir perdón y mejorarlo. También debemos tomar conciencia del estado interior en que nos encontramos, si tenemos paz o estamos turbados, si en nosotros habita la confianza o el temor, si vivimos las cosas con irritación o con sosiego. Analizar nuestro estado de ánimo predominante nos ilumina sobre nuestro ser más profundo y nos ayuda a reconducirlo por la aceptación, la pacificación mental y el saber afrontar las cosas según lo que son realmente y no según nos las imaginamos.