El tiempo es una realidad en nuestras vidas, pero lo utilizamos frecuentemente de forma inapropiada. Hacemos eso cuando vivimos en nuestros recuerdos, prisioneros de nuestro pasado, o cuando vivimos en la ilusión o temor de nuestro futuro. Esa vivencia del tiempo nos saca de nuestra realidad. El tiempo, sin embargo, se transforma en una ocasión salvífica cuando lo vivimos en cada instante, conscientes de nuestro presente en cada momento.
El gran Orígenes (s. III), confesor de la fe y maestro cristiano que tanto influyó en algunos padres y doctores de la Iglesia, así como en la orientación de la espiritualidad monástica, nos habla del tiempo como de un don que Dios nos ofrece para poder hacer el camino de retorno a él. El pecado primordial fue un “cansancio” de mirar a Dios, un “enfriamiento” de nuestras almas (psyjé), por lo que no es de extrañar que se mencione a la acedia (desgana espiritual) como la principal tentación de los que buscan a Dios. Es lo que Orígenes intenta expresar con su teoría de la doble creación en su diálogo con el gnosticismo. En la primera creación del hombre espiritual, fuera del tiempo, se produce ese pecado de aburrimiento de mirar a Dios (puro fuego), enfriándose el alma. La segunda creación del hombre sensible en el tiempo es una oportunidad para restablecer esa vuelta a Dios, a vivir en él y desde él.
El tiempo, consiguientemente, es la oportunidad que se nos da para volver a vivir según Dios, escuchando y siguiendo a su Hijo Jesucristo. Pero se trata de un tiempo que engloba cada instante de nuestra vida vivido como un continuo presente, no para que nos proyectemos hacia atrás o hacia delante despistándonos de lo que estamos viviendo. Por eso decía también el místico dominico Maestro Eckhart (s. XIII-XIV): “El tiempo es lo que impide que la luz llegue a nosotros. No hay mayor obstáculo para llegar a Dios que el tiempo”.
Se trata de fijarnos en lo que tenemos realmente delante, en el ser de las cosas. Un ejemplo claro lo tenemos cuando nos encontramos frente a alguien. Si le vemos solo a él, es más fácil que lo acojamos en lo que es, que lo valoremos en cuanto persona humana, sin estar tan condicionados por sus características o por sus acciones pasadas. Pero cuando empezamos a juzgarlo ya no le vemos a él, sino lo que hizo tiempo atrás según nuestra percepción, y lo que puede hacer en el futuro según nuestros temores. Y eso me impide acogerlo en lo que es, mirarlo como Dios lo mira y amarlo. Cuando miramos a los demás y a todos los seres en lo que son, los respetamos, no los matamos. En realidad, cuando juzgamos lo hacemos por los datos que tenemos del otro, no por el conocimiento y reconocimiento de lo que es, un conocimiento más directo, más intuitivo, más respetuoso, menos condicionado por el impacto que provoca en mis emociones.
El manejo apropiado del tiempo nos permite su uso sin diluirnos en su agitación. Lo usamos cuando lo empleamos como algo que nos permite hacer cosas. En el tiempo es donde actuamos, haciendo una cosa tras otra, sabiendo cerrar capítulos para evitar una sobrecarga de preocupaciones que nos alejan de lo que somos. Vivir lo que hago en cada momento centrado en ello es vivir en un continuo presente a lo largo del tiempo, es como vivir el no-tiempo del ser en el tiempo del hacer, pues somos en el tiempo y en él nos vamos haciendo. Así evitamos estar identificándonos constantemente con el pasado y proyectarnos compulsivamente hacia el futuro.
Es curioso cómo vivir en ese tiempo psicológico o imaginario ha llevado muchas veces a grandes atrocidades en la humanidad. Mirar al pasado para repetirlo sin darnos cuenta de que vivimos en otro momento, dejarnos llevar por el rencor de acontecimientos pretéritos, estar marcados por complejos que han echado raíces en nosotros, o vivir en un futuro de idealismo fundamentalista político o religioso, ha llevado a cometer atrocidades en nuestro mundo, soñando un futuro idílico que nos aleja de lo que realmente somos y de los demás, sin importarnos exterminarlos en aras de nuestro anhelado futuro imaginario.
En el camino espiritual también tenemos que estar atentos a esto. La meta que anhelamos nunca nos puede hacer perder la realidad. Esto sucede cuando nos abatimos al no conseguir lo que pretendemos, machacándonos a nosotros mismos o a los demás. Debemos saber que la meta ya está presente en nuestro camino. Lo único real es el camino que estamos haciendo. La meta que nos ponemos no puede ser más que un punto de mira que orienta la dirección de nuestro camino. Vivir en nuestro ser es anticipar la meta en nuestra vida, como algo que ya tenemos y se va embelleciendo. Vivir únicamente orientados a una meta lejana es vivir en el hacer que no alcanza su fruto hasta completar la tarea. A veces vivimos centrados en conseguir, alcanzar, llegar a ser, viviendo en una continua insatisfacción, sin saborear lo que ya estamos viviendo.
En ocasiones, la experiencia de la vida nos puede llevar a decir: “Tal persona no cambiará, pues de donde no hay no se puede sacar”. Esa visión un tanto derrotista tiene parte de verdad, pues el pasado tiende a perpetuarse en nuestro futuro, repitiendo las mismas cosas que hacíamos antes. Quizá pueda variar en cantidad o por el cambio de las circunstancias, pero no lo hará en esencia: quien roba unas monedas puede que robe muchos millones si le ponen jefe de finanzas, o electrodomésticos si es comercial, pero roba; como quien hace pequeños favores es probable que haga mucho bien si le ponen en el lugar propicio y le dan oportunidad para ello. Es lo que Jesús nos dijo: El que es fiel en lo poco, también lo será en lo mucho; el que es injusto en lo poco, también lo será en lo mucho (Lc 16, 10; 19, 17s).
Por eso es más importante cambiar dentro de nosotros, en nuestro mismo ser, que esforzarnos estérilmente en nuestro hacer o en añorar que vengan tiempos más ventajosos. El hacer esforzado no transforma el ser, pero el cambio del corazón sí modificará nuestro hacer. Solo un cambio de percepción en nuestra conciencia puede provocar un cambio en la vida. Me puede tocar la lotería, pero eso lo único que cambiará es que mi forma de reaccionar será en un contexto más lujoso.
Jesús nos invita a vivir lo concreto de cada día, ahondando en nuestro propio ser, sin esperar a tener una gran cosecha para agrandar nuestros graneros y acumular una gran fortuna que nos traiga la felicidad, cuando quizás esta noche nos pidan la vida. Clara invitación a no vivir de sueños ni expectativas fatuas.